MATANZA SUPREMA
El pelotón de fusilamiento estaba formado por seis sicarios de la presión mediática, política y financiera. El reo quiso verles la cara y no cedió ante sus jueces. El pelotón estaba mandado por un triste sargento obediente a la causa reaccionara imperante en el torbellino en que se había envuelto a la piel de toro. Ordenó abrir fuego.
Seis eran los soldados del pelotón. Seis soldados con toga uniformados de negro. Todos acertaron de lleno en el corazón del reo, el sargento que mandaba el pelotón pegó el tiro de gracia en la nuca del reo que aún seguía insistiendo en su inocencia y en la farsa del juicio.
El verdugo, profesional donde los hubiera, fue a recoger el cadáver y verificó los proyectiles que tenía en el cuerpo. Once balas perforaron la piel del reo y reventaron dentro del cuerpo del mismo. Todavía con las rodillas en el suelo, el verdugo miró al pelotón de fusilamiento y contó y recontó cuantos eran los que formaban el piquete de ejecución. Eran seis, más el sargento que comandaba al pelotón. Al verdugo le sobraban cuatro agujeros en el cadáver, al verdugo le sobraban cuatro casquillos en las manos.
Miró de nuevo alrededor de la solemne sala de ejecuciones. La sala suprema donde se impartía la justicia de los hombres. El lugar donde fue ajusticiado el reo. Obtuvo la respuesta, al fin y al cabo él era verdugo de profesión y conocía a quienes se habían colado por la rendija de la impunidad, cuatro. Eran cuatro más: quienes no perdonan; quienes no se resignan a sus nefastos privilegios; quienes, sabiéndose malos gestores públicos y peores políticos, amansan fortunas incalculables; quienes, ignorantes, aplauden a todos ellos y miran al lugar equivocado.