EL REGIDOR Y LA CAMARERA
II.- LA PLAZA
El señor de traje solemne salió muy airoso de su despacho presidencial. Tenía concluida una obra sumamente onerosa y se sentía muy orgulloso por ello. Quiso comprobar con sus propios ojos la panorámica que la obra de la plaza Mayor ofrecía al sentido de su vista, quiso, también, olfatear a través de sus narices los nuevos aires que le dijeron se habían originado con el nuevo diseño de su plaza por antonomasia. Bajó por las escaleras de las dependencias de su guarida apoyando la mano derecha, que es con la que habitualmente se defiende, por la baranda de madera con el propósito de contrastar la diferencia del tacto entre la vieja y rancia madera con el frío y moderno basalto. No fumó aquella mañana, para que el sabor de la nueva plaza no se confundiera en su exquisito paladar con la nicotina del tabaco rubio estadounidense. Sacudió la cabeza al abandonar su palacete con el propósito de que sus oídos recobraran todo su esplendor con la intención de escuchar la dulce sinfonía que su nueva plaza le habían contado desprendía, al unir en excelente comunión, la cadencia de los sonidos de los chorros del agua, con el lirismo pacífico de las aves, acompasados con el suave ritmo de la brisa de los soportales de aquel mayestático espacio.
Pero el Regidor llevaba calzado para un salón de fastuoso palacio y su arrogancia, madre de su imprudencia, le aconsejó no cubrirse la vista con sus clásicas gafas de sol y al toparse con aquel espacio tan oneroso y tan amplio, el sol le deslumbró la vista con tan mala suerte que al dar un par de pasos a ciegas, la escurridiza suela de su calzado, al mojarse con los chorros del agua de la fuente, provocó que el cuerpo del señor de traje solemne se desparramara por el suelo de basalto y fuese a parar encima de las bellas palabras que se inscribían con letras de molde en aquella pomposa superficie.
Para suerte del señor Regidor, allí se encontraba ella. Minerva, la camarera.
-Oh, señor Regidor, que tropiezo más tonto ha tenido –saludó de esta forma la camarera al señor de traje solemne.
-Vaya, es verdad, qué mala suerte. Anda, ayúdame a levantarme –respondió el señor Regidor.
-Claro, por supuesto. Si es que ya no está usted para andar entre la democracia, la justicia y la libertad –dijo Minerva, al tiempo que tiraba del cuerpo del señor Regidor hacia arriba, cogiéndolo por la axila derecha.
-No te permito ese desdén, criatura. Yo soy el mayor adalid del pueblo de esos tres términos tan absolutos.
-Ya, pues mire lo absoluta que puede ser la democracia, que parcial la justicia y que vacua la palabra libertad. Vaya vapuleo que le han dado entre las tres, si me lo permite, claro –concluyó Minerva mientras ayudaba al señor Regidor a sentarse sobre la superficie de uno de los duros poyos de la plaza.
Una vez sentados, el señor Regidor hizo oídos sordos al comentario último de la camarera. Respiró hondamente y con gran pasión y vanidad, le dijo a la camarera.
-Es grande la plaza, ¿verdad? Es grande como yo. Luego, la historia, hablará de mí como el mejor guía que jamás haya tenido este pueblo –Minerva, oía el monólogo-, seré recordado como el Regidor que cambió totalmente la fisonomía de la ciudad. La Historia, con mayúscula, me hará justicia. Cuando las futuras generaciones pregunten por quién hizo esto y aquello, sólo habrá una sola respuesta y la respuesta soy yo.
-Por supuesto, señor Regidor, pero escuche: oye algo, escucha a alguien alrededor. No puede oír a nadie porque el pueblo está amordazado por su forma de gobernar; pero mire, ve a alguien, no, no puede ver a nadie porque la ciudadanía tiene miedo de ser espiada por sus esbirros, pero respire y dígame que olor le llega a las aletas nasales. El olor que le llega es el de la podredumbre porque el poder que usted detenta no abre las ventanas y no ventila los vicios ocultos de su soberanía; pero palpe con su mano y dígame que es lo que toca. Toca el vacío, porque ha arrojado a los infiernos los contenidos democráticos de la sociedad que regenta; y por último, dígame, ¿qué sabor le queda en el paladar después de comprobar todo esto?, le queda, únicamente, el sabor de la amargura de la soledad con la que ha ejercido el poder, creyéndose superior a todos sus convecinos.
-¡Qué idiotez, Minerva!
-Es verdad que será recordado como el Regidor que cambió la fisonomía de la ciudad, pero también será recordado como el hombre de traje solemne que subyugó a su pueblo y lo encerró en una cárcel de silencio. Así es, querido Regidor. Así ha sido durante casi treinta años, muchos años, demasiados años, señor Regidor.
II.- LA PLAZA
El señor de traje solemne salió muy airoso de su despacho presidencial. Tenía concluida una obra sumamente onerosa y se sentía muy orgulloso por ello. Quiso comprobar con sus propios ojos la panorámica que la obra de la plaza Mayor ofrecía al sentido de su vista, quiso, también, olfatear a través de sus narices los nuevos aires que le dijeron se habían originado con el nuevo diseño de su plaza por antonomasia. Bajó por las escaleras de las dependencias de su guarida apoyando la mano derecha, que es con la que habitualmente se defiende, por la baranda de madera con el propósito de contrastar la diferencia del tacto entre la vieja y rancia madera con el frío y moderno basalto. No fumó aquella mañana, para que el sabor de la nueva plaza no se confundiera en su exquisito paladar con la nicotina del tabaco rubio estadounidense. Sacudió la cabeza al abandonar su palacete con el propósito de que sus oídos recobraran todo su esplendor con la intención de escuchar la dulce sinfonía que su nueva plaza le habían contado desprendía, al unir en excelente comunión, la cadencia de los sonidos de los chorros del agua, con el lirismo pacífico de las aves, acompasados con el suave ritmo de la brisa de los soportales de aquel mayestático espacio.
Pero el Regidor llevaba calzado para un salón de fastuoso palacio y su arrogancia, madre de su imprudencia, le aconsejó no cubrirse la vista con sus clásicas gafas de sol y al toparse con aquel espacio tan oneroso y tan amplio, el sol le deslumbró la vista con tan mala suerte que al dar un par de pasos a ciegas, la escurridiza suela de su calzado, al mojarse con los chorros del agua de la fuente, provocó que el cuerpo del señor de traje solemne se desparramara por el suelo de basalto y fuese a parar encima de las bellas palabras que se inscribían con letras de molde en aquella pomposa superficie.
Para suerte del señor Regidor, allí se encontraba ella. Minerva, la camarera.
-Oh, señor Regidor, que tropiezo más tonto ha tenido –saludó de esta forma la camarera al señor de traje solemne.
-Vaya, es verdad, qué mala suerte. Anda, ayúdame a levantarme –respondió el señor Regidor.
-Claro, por supuesto. Si es que ya no está usted para andar entre la democracia, la justicia y la libertad –dijo Minerva, al tiempo que tiraba del cuerpo del señor Regidor hacia arriba, cogiéndolo por la axila derecha.
-No te permito ese desdén, criatura. Yo soy el mayor adalid del pueblo de esos tres términos tan absolutos.
-Ya, pues mire lo absoluta que puede ser la democracia, que parcial la justicia y que vacua la palabra libertad. Vaya vapuleo que le han dado entre las tres, si me lo permite, claro –concluyó Minerva mientras ayudaba al señor Regidor a sentarse sobre la superficie de uno de los duros poyos de la plaza.
Una vez sentados, el señor Regidor hizo oídos sordos al comentario último de la camarera. Respiró hondamente y con gran pasión y vanidad, le dijo a la camarera.
-Es grande la plaza, ¿verdad? Es grande como yo. Luego, la historia, hablará de mí como el mejor guía que jamás haya tenido este pueblo –Minerva, oía el monólogo-, seré recordado como el Regidor que cambió totalmente la fisonomía de la ciudad. La Historia, con mayúscula, me hará justicia. Cuando las futuras generaciones pregunten por quién hizo esto y aquello, sólo habrá una sola respuesta y la respuesta soy yo.
-Por supuesto, señor Regidor, pero escuche: oye algo, escucha a alguien alrededor. No puede oír a nadie porque el pueblo está amordazado por su forma de gobernar; pero mire, ve a alguien, no, no puede ver a nadie porque la ciudadanía tiene miedo de ser espiada por sus esbirros, pero respire y dígame que olor le llega a las aletas nasales. El olor que le llega es el de la podredumbre porque el poder que usted detenta no abre las ventanas y no ventila los vicios ocultos de su soberanía; pero palpe con su mano y dígame que es lo que toca. Toca el vacío, porque ha arrojado a los infiernos los contenidos democráticos de la sociedad que regenta; y por último, dígame, ¿qué sabor le queda en el paladar después de comprobar todo esto?, le queda, únicamente, el sabor de la amargura de la soledad con la que ha ejercido el poder, creyéndose superior a todos sus convecinos.
-¡Qué idiotez, Minerva!
-Es verdad que será recordado como el Regidor que cambió la fisonomía de la ciudad, pero también será recordado como el hombre de traje solemne que subyugó a su pueblo y lo encerró en una cárcel de silencio. Así es, querido Regidor. Así ha sido durante casi treinta años, muchos años, demasiados años, señor Regidor.