CONGELADOS AL SOL
La lluvia se convirtió en todo un inesperado torrente unos días antes del suceso. El agua que desparramó aquella densa nube por todos los rincones de Estuario de las Siete Absolutas anegó calles, avenidas, plazoletas; los conductos áridos no digerían lo que las bocas de acero vertían sobre ellos. Las vías se inundaron y el líquido natural fue considerado como causa del pánico que los vecinos comenzaron a inhalar desesperadamente. La tormenta cesó, los vehículos especiales de rojo, con su dotación humana uniformada, superaron la prueba y neutralizaron lo que las alarmas más torticeras y beligerantes propagaron por el lugar. El agua vertida preñó al río y la poza de siempre, con su absorbente esponja, volvió a tragarse, sin despeinarse, toda la inmundicia que el río le arrojó sobre el brocal. Todo volvió a su cauce, el río quedó desierto y la poza, despotricando a su más fiel estilo, restregó sobre el río toda la broza y la basura que el agua dejó a su paso por el lugar.
Pero ese martes último del mes de septiembre, ya con el verano concluido y con los brazos abiertos recibiendo a un esperanzador otoño, todos los ciudadanos tenían una meta en la mente. Todos los seres humanos que habitaban en Estuario de las Siete Absolutas generaban ideas y parían proyectos. De entre ellos destacaba la ilusión que los viticultores tenían sobre el fruto de sus vides. La generosidad de la leña que soportaba racimos de extrema calidad tenía que ser mimada, a veces agasajada, para que los pacientes enólogos encontrasen la fórmula para convertir ese magnífico fruto en el caldo magistral que todo paladar sabe agradecer, no obstante, ese noble proyecto se estaba zancadilleando y torpedeando por una disposición transitoria anacrónica, xenófoba e hiriente para con la humanidad de los obreros que de sus espaldas sobresalía la bisagra que hacía posible la realidad del sueño de los viticultores de Estuario de las Siete Absolutas. Ellos -los obreros extranjeros- también tenían su proyecto en mente: conseguir dignidad, no papeles.
Los chiquillos de las aulas de infantil soñaban e inventaban historias con sus nuevos compañeros de juegos, aprendizaje y travesuras. Los más pequeños eran portadores de un lisonjero proyecto. Con imaginación sin mácula y con picardía inocente e infantil proyectaban felicidad en sus hogares al narrar sobreexcitados todas sus nuevas experiencias a sus padres.
Los más espigados, en primaria y en institutos de secundaria, embobados con una novedosa materia. La Educación para la Ciudadanía se había convertido en todo un reto armonioso entre escuela y lo que hay fuera de ella, todo lo que discurre con normalidad por el núcleo urbano. Los chavales empezaron a comprender toda la palabrería que los adultos enarbolan en sus discusiones de barra y tertulias de café. Los chiquillos que inauguraron el curso con esa nueva asignatura tendrían claro, con el apoyo del claustro y de su entorno más cercano –la familia-, qué se respeta cuando se habla de democracia, qué se venera cuando se ensalza la paz y la justicia y qué se persigue cuando el término violencia es usado por zafios iluminados y groseros enemigos de la humanidad. Los que pusieron bozal a esa materia también tenían su proyecto aunque no fuese novedoso. Su aspiración era la de siempre, ignorar la Educación y mofarse de la Ciudadanía. Otro proyecto al fin y al cabo.
Los industriosos comerciantes de la ciudad hilvanaban a golpe de sentido suspiro, esperanzas en el legendario proyecto transportista de la ciudad. Hacían cábalas y verificaban cálculos inversores. Era la ilusión por agarrarse a un proyecto tan denostado como querido, tan maniatado como utilizado.
Las jóvenes parejas ilusionadas por el premio que una cópula bien cuajada podría reportarles y así poder compensar el agujero que en sus domésticas economías les estaba provocando el ascendente tipo de la hipoteca del hogar y, el prócer de Sanidad Animal de Estuario de las Siete Absolutas entusiasta en su proyecto delfín, escupiendo arrogantemente respuestas cada vez más oscuras e indescifrables a sus interpelantes.
Las amas de casa y mujeres en general guiadas por el rol de la institución local, miraban con alegría a los proyectos en los que dedicar unas horas a la semana con el propósito de conciliar nuevas amistades e interiorizar nuevos conocimientos y habilidades.
Los aspirantes a sociólogos y los dedicados al estudio de otras ciencias sociales, observaban con perplejidad la realidad en la que estaban inmersos. Verificaron como, con tremenda crueldad, se pisotean las ilusiones de todo un pueblo. Lo expuso muy esquemáticamente el prócer mutante. El pueblo vota, y acto seguido se destruye lo que ha expresado, salvo los nulos. No hay nada que analizar ni estudiar, ¡vamos hombre!, ¡hasta ahí podíamos llegar! Todos estos estudiantes veían con ilusión, apoyados en la torpe habilidad de este prócer, cómo se le da la vuelta a una interpelación para ofrecer una respuesta que es todo un despropósito para la dignidad democrática de la ciudadanía. En posteriores tertulias los universitarios achacaron ese comportamiento a que el prócer mutante no tuvo la suerte de acudir a clase de Educación para la Ciudadanía. En esto consistía el proyecto de los jóvenes de Estuario de las Siete Absolutas, si redactaban bien su tesina de fin de carrera, con las notas que tomaron de ese incidente, obtendrían matrícula de honor, ¡sin duda!
Pero al concluir el día, el cónclave político, en solemne asamblea coronada por una enorme imagen de un civil heredero de militares, tomó parte en los sanos proyectos de los ciudadanos de Estuario de las Siete Absolutas y por decisión del Sumo Sacerdote, todo quedó congelado. Todas las ideas fueron congelándose a medida que el César motivaba su particular proyecto. Todo congelado, expuso y así sucedió. Lo más paradójico del asunto es que toda ilusión y proyecto de todo un pueblo quedó congelado al Sol. Inexplicable, confirmaron los cronistas de la ciudad.
La lluvia se convirtió en todo un inesperado torrente unos días antes del suceso. El agua que desparramó aquella densa nube por todos los rincones de Estuario de las Siete Absolutas anegó calles, avenidas, plazoletas; los conductos áridos no digerían lo que las bocas de acero vertían sobre ellos. Las vías se inundaron y el líquido natural fue considerado como causa del pánico que los vecinos comenzaron a inhalar desesperadamente. La tormenta cesó, los vehículos especiales de rojo, con su dotación humana uniformada, superaron la prueba y neutralizaron lo que las alarmas más torticeras y beligerantes propagaron por el lugar. El agua vertida preñó al río y la poza de siempre, con su absorbente esponja, volvió a tragarse, sin despeinarse, toda la inmundicia que el río le arrojó sobre el brocal. Todo volvió a su cauce, el río quedó desierto y la poza, despotricando a su más fiel estilo, restregó sobre el río toda la broza y la basura que el agua dejó a su paso por el lugar.
Pero ese martes último del mes de septiembre, ya con el verano concluido y con los brazos abiertos recibiendo a un esperanzador otoño, todos los ciudadanos tenían una meta en la mente. Todos los seres humanos que habitaban en Estuario de las Siete Absolutas generaban ideas y parían proyectos. De entre ellos destacaba la ilusión que los viticultores tenían sobre el fruto de sus vides. La generosidad de la leña que soportaba racimos de extrema calidad tenía que ser mimada, a veces agasajada, para que los pacientes enólogos encontrasen la fórmula para convertir ese magnífico fruto en el caldo magistral que todo paladar sabe agradecer, no obstante, ese noble proyecto se estaba zancadilleando y torpedeando por una disposición transitoria anacrónica, xenófoba e hiriente para con la humanidad de los obreros que de sus espaldas sobresalía la bisagra que hacía posible la realidad del sueño de los viticultores de Estuario de las Siete Absolutas. Ellos -los obreros extranjeros- también tenían su proyecto en mente: conseguir dignidad, no papeles.
Los chiquillos de las aulas de infantil soñaban e inventaban historias con sus nuevos compañeros de juegos, aprendizaje y travesuras. Los más pequeños eran portadores de un lisonjero proyecto. Con imaginación sin mácula y con picardía inocente e infantil proyectaban felicidad en sus hogares al narrar sobreexcitados todas sus nuevas experiencias a sus padres.
Los más espigados, en primaria y en institutos de secundaria, embobados con una novedosa materia. La Educación para la Ciudadanía se había convertido en todo un reto armonioso entre escuela y lo que hay fuera de ella, todo lo que discurre con normalidad por el núcleo urbano. Los chavales empezaron a comprender toda la palabrería que los adultos enarbolan en sus discusiones de barra y tertulias de café. Los chiquillos que inauguraron el curso con esa nueva asignatura tendrían claro, con el apoyo del claustro y de su entorno más cercano –la familia-, qué se respeta cuando se habla de democracia, qué se venera cuando se ensalza la paz y la justicia y qué se persigue cuando el término violencia es usado por zafios iluminados y groseros enemigos de la humanidad. Los que pusieron bozal a esa materia también tenían su proyecto aunque no fuese novedoso. Su aspiración era la de siempre, ignorar la Educación y mofarse de la Ciudadanía. Otro proyecto al fin y al cabo.
Los industriosos comerciantes de la ciudad hilvanaban a golpe de sentido suspiro, esperanzas en el legendario proyecto transportista de la ciudad. Hacían cábalas y verificaban cálculos inversores. Era la ilusión por agarrarse a un proyecto tan denostado como querido, tan maniatado como utilizado.
Las jóvenes parejas ilusionadas por el premio que una cópula bien cuajada podría reportarles y así poder compensar el agujero que en sus domésticas economías les estaba provocando el ascendente tipo de la hipoteca del hogar y, el prócer de Sanidad Animal de Estuario de las Siete Absolutas entusiasta en su proyecto delfín, escupiendo arrogantemente respuestas cada vez más oscuras e indescifrables a sus interpelantes.
Las amas de casa y mujeres en general guiadas por el rol de la institución local, miraban con alegría a los proyectos en los que dedicar unas horas a la semana con el propósito de conciliar nuevas amistades e interiorizar nuevos conocimientos y habilidades.
Los aspirantes a sociólogos y los dedicados al estudio de otras ciencias sociales, observaban con perplejidad la realidad en la que estaban inmersos. Verificaron como, con tremenda crueldad, se pisotean las ilusiones de todo un pueblo. Lo expuso muy esquemáticamente el prócer mutante. El pueblo vota, y acto seguido se destruye lo que ha expresado, salvo los nulos. No hay nada que analizar ni estudiar, ¡vamos hombre!, ¡hasta ahí podíamos llegar! Todos estos estudiantes veían con ilusión, apoyados en la torpe habilidad de este prócer, cómo se le da la vuelta a una interpelación para ofrecer una respuesta que es todo un despropósito para la dignidad democrática de la ciudadanía. En posteriores tertulias los universitarios achacaron ese comportamiento a que el prócer mutante no tuvo la suerte de acudir a clase de Educación para la Ciudadanía. En esto consistía el proyecto de los jóvenes de Estuario de las Siete Absolutas, si redactaban bien su tesina de fin de carrera, con las notas que tomaron de ese incidente, obtendrían matrícula de honor, ¡sin duda!
Pero al concluir el día, el cónclave político, en solemne asamblea coronada por una enorme imagen de un civil heredero de militares, tomó parte en los sanos proyectos de los ciudadanos de Estuario de las Siete Absolutas y por decisión del Sumo Sacerdote, todo quedó congelado. Todas las ideas fueron congelándose a medida que el César motivaba su particular proyecto. Todo congelado, expuso y así sucedió. Lo más paradójico del asunto es que toda ilusión y proyecto de todo un pueblo quedó congelado al Sol. Inexplicable, confirmaron los cronistas de la ciudad.