PANDEMIA ANIMAL
Margarita despertó el veintiocho de agosto del año dos mil siete a eso de las siete de la mañana. La hora acostumbrada en los días de trabajo en la época estival. Cuando el minutero del reloj recorriera por completo de nuevo su circunferencia debería estar en su puesto laboral cumpliendo con la tarea que su empresa le tenía encomendada desde hacía algún tiempo. Los meses de bochorno eran para madrugar y acometer el trabajo de un tirón, suponía un esfuerzo pero tenía la compensación de la tarde libre. Cuando cerraba el sistema del ordenador a mediodía un goce de liberación acudía a los poros de su piel. Podía alargar la tertulia de las cañas en la barra del bar de costumbre sin la presión que le suponía tener que regresar por las tardes al despacho. Después de una amigable tertulia cuando concluía la información deportiva del telediario, relajadamente, a casa. Un fresco gazpacho o tal vez un pipirrana con tomate, pepino y cebolla del lugar bien aderezado con aceite de oliva, de segundo, un pescado, de postre melón o sandía, todo ello regado con el mejor de los blancos y frescos vinos que producen las importantes bodegas de la ciudad. Acto seguido, una reconfortante siesta al abrigo de los escándalos de los famosotes del momento y, al despertar, a disfrutar del paseo al atardecer por la húmeda ribera del río con su mejor amigo: “Trolo”, un perro de extraordinario valor e inigualable belleza y porte que le venía haciendo compañía durante los últimos cinco años. Trolo era un magnífico pastor belga que Claudio –el abuelo materno de Margarita- regaló a ésta después de que ella regresara de un viaje turístico por las antípodas de su lugar de origen conocido políticamente como “Estuario de las Siete Absolutas”.
Sin embargo, cuando Margarita despertó de su nacional y nutritiva siesta, no sentía las gratificantes cosquillas en las palmas de los pies. En verano, siempre fue Trolo quien ocupaba el lugar del despertador vespertino sustituyendo el metal por acompasados lengüetazos. Con su lengua juguetona y cariñoso hocico conseguía una sonrisa burlona de los labios de Margarita y una chispa mágica de complicidad de sus ojos negros. Bostezando y levantando los brazos alzó del sofá y marchó de inmediato a buscar a su mejor amigo.
-¡Trolo! ¡Trolo...! ¿Dónde te has metido, canalla?, ¿dónde está mi chiquitín? –Estas frases recitaba cariñosamente Margarita mientras caminaba distraídamente por el interior de su vivienda tratando de encontrar al pastor belga.
-¡Vamos no te escondas, Trolo, que nos vamos de paseo!, ¡por el río!, ¡como todas las tardes!, ¡venga!, ¿dónde te has metido?
Cuando Margarita observó que Trolo no se encontraba en la única pieza de la vivienda en la que ella intuía que podría estar –la cocina-, su corazón se alteró y su mente fue presa de un tormentoso pensamiento. A su cerebro acudió la posibilidad de que Trolo se hubiese marchado de casa. Aquella idea la martirizaba interiormente y examinó con brusquedad de nuevo todas las habitaciones del piso. Llegó al lavadero de la terraza y allí, tumbado, halló a Trolo. Muerto.
La joven se arrodilló, cogió a Trolo por la cabeza y sollozando trató de reanimar aquel cuerpo inerte, de corazón en paro. Le susurraba frases de ánimo, fidelidad y amor. Las lágrimas acudieron a los ojos y su mano alternaba la limpieza del semblante con la caricia perdida por el cuello de su mejor amigo. Los recuerdos afloraron a la memoria. Nunca había pensado que pudiera producirse la circunstancia de perder a Trolo de aquella forma tan callada e inesperada, a veces, imaginó que podría escaparse para siempre anhelando el regazo amoroso de una semejante, pero jamás contempló la muerte de Trolo. Nunca. Su mejor amigo despedía una imagen de evocadora ternura, con la boca a medio abrir, la lengua sonrosada descansando sobre la parte izquierda, los ojos, aún brillantes, buscando su último horizonte, el rabo ensortijando el muslo derecho…
Sin asimilar el fallecimiento de Trolo, Margarita telefoneó a Ricardo, un experimentado veterinario de la localidad y que en cierto modo era el responsable de vigilar la salud del pastor belga, empero, el número marcado por Margarita no ofrecía otra respuesta que el tono de línea ocupada a pesar de cinco intentos seguidos que realizó. Con los nervios a flor de piel salió del piso donde habitaba junto a Trolo y pulsó el timbre de la vivienda de Lourdes, la vecina de escalera, que de inmediato abrió la puerta portando sobre sus brazos a “Mesalina”, una presumida gatita de las denominadas siamesas. El poco aliento que le había quedado a Margarita marchó de su cuerpo al comprobar que el animal que Lourdes cubría con su regazo también estaba muerto. No pudo creer que la enemistad de la que hacían gala ambas mascotas terminase coincidiendo tan fatalmente. Lourdes dejó el cadáver de Mesalina en el canasto de mimbre donde la gatita pasaba las noches y escuchó con atención lo ocurrido con Trolo y que Margarita le narraba con palabras entrecortadas por la desesperación y la mala fortuna.
Lourdes agarró, de igual forma que antes hiciera Margarita, el teléfono y llamó al veterinario de Mesalina. Abdón sí que atendió su receptor, sin embargo, al veterinario de la mascota de Lourdes no le sorprendió nada de lo que su clienta, amargada, le comentaba. Abdón tenía noticias de otras muertes súbitas de mascotas en la ciudad, incluso la suya propia, Incitato, un majestuoso caballo de raza árabe y al que tenía tanto aprecio como lo tuvo Calígula con otro semental homónimo, estaba cadáver en las cuadras de su finca. No obstante, el veterinario no tenía respuesta para razonar lo que sucedía en el pueblo con los animales de compañía, todo se asemejaba a una virulenta pandemia animal inexplicable.
Doña Teresa, oyendo el jaleo que se traían las vecinas en el rellano, también salió de su vivienda, presa del pánico. Úrculus, un jilguero al que nunca le faltó de nada, dejó de cantar aquella tarde, lo portaba sobre su mano la buena mujer justificando la pena que inundaba su corazón. La adornada jaula donde habitaba Úrculus quedó desierta esa misma tarde.
Las tres mujeres, las dos jóvenes y la anciana Teresa sintieron la necesidad de apoyarse ante el problema común que se les planteó aquella tarde y decidieron cobijarse en el piso de Margarita. Doña Teresa no soltó a su alado Úrculus y Lourdes recogió del canasto a Mesalina y en la vivienda de Margarita quedaron sentadas en derredor del malogrado Trolo. Al rato comprobaron, cómo, un malestar general se sucedía por toda la ciudad. Oían llantos y percibían lamentos de todos los rincones. Casi todo el mundo había perdido a su animal de compañía esa misma tarde. Margarita se sosegó un instante después de beber un vaso de agua e hizo la pregunta de rigor:
-Y ahora, ¿qué hacemos?
-¿Cómo que qué hacemos? –contestaron al unísono doña Teresa y Lourdes a la pregunta de Margarita.
-Sí, ¿qué tenemos que hacer con nuestras mascotas?, aquí no pueden quedarse eternamente. Tendremos que pensar en alguna solución.
-Espera que consulte con mi veterinario. Haced lo mismo vosotras –propuso Lourdes al tiempo que marcaba el número de Abdón.
Después de varias intentonas, los veterinarios no atendieron las llamadas de las apenadas mujeres. Siempre tenían la línea ocupada. Al cabo de un instante de silencio, doña Teresa habló:
-Lo mandaré disecar. Quiero que me siga acompañando aunque ya no me cante. Vosotras tendrías que enterrar a vuestros animales.
-No, eso nunca. No toleraré que a mi Mesalina se la coman los gusanos. La incineraré y sus cenizas las guardaré en una urna –dijo con determinación Lourdes.
-No sé si eso es buena idea y además, ¿cómo piensas incinerar una gata muerta? –desolada por la ignorancia, respondió Margarita.
-No hables con ese desdén de mi pobre Mesalina, por favor.
-No quería ofender, Lourdes. Es que estoy muy alterada. Perdona.
-Pues los tendréis que echar al contenedor de basura, aquí no pueden quedarse esos dos bichos muertos –víctima de la desesperanza, conminó doña Teresa.
-En ningún caso, buena vecina. Mi Trolo no puede mezclarse con la inmundicia de los contenedores de las basuras. No, eso sí que no –rozando la locura, se dirigió Margarita a su anciana vecina.
-Pensemos, no nos enfademos ni nos alteremos. Eso no servirá para nada –propuso indulgentemente Lourdes a las compañeras de velatorio múltiple.
Margarita paseaba por el interior de la vivienda tratando de ordenar la mente ante el problema que la muerte de Trolo le había generado. Llegó al salón y encendió el televisor. Sintonizó un canal local y sorprendentemente, el responsable de Sanidad Animal estaba siendo entrevistado. Llamó de inmediato a sus compañeras y todas prestaron atención a lo que el aparato receptor reproducía. En un momento de la entrevista el periodista, al que desde control le pasaron una nota, hizo la siguiente pregunta al cónsul local:
-¿Qué tiene que hacer un ciudadano de Estuario de las Siete Absolutas si se muere su animal de compañía? –El cónsul delegado de Sanidad Animal, tomó aire, lo expulsó, su ojos se enrojecieron, su alargadas quijadas se tornaron amenazantes y contestó:
-¿Pero qué clase de pregunta es esa? ¿Cómo se puede ser tan insolente al efectuar una pregunta tan torpe como esa? Usted debe saber, aunque no me extraña que por su moral no lo sepa, usted debe saber, usted debería saber que desde tiempos inmemoriales, vamos desde toda la vida, desde que el mundo es mundo, todo el mundo sabe lo que usted tan irresponsablemente pregunta. La ordenanza de policía, de acuerdo con la disposición décimo tercera donde queda recogido el reglamento aprobado según criterios de la directiva vigésimo quinta de la ley del tropecientos treinta y pico en su artículo cuadragésimo que regula la actividad en su disposición transitoria de las finales del decreto, deja claro lo que todo ciudadano tiene que hacer ante esa eventualidad. ¡Vamos hombre!, ¡qué ignorancia! Otra pregunta, por favor –el periodista ante la respuesta del prócer local, alzó los brazos en señal de reverencia y rogando perdón, se postró de hinojos ante el cónsul y le dijo:
-Perdone mi atrevimiento, su altísimo cónsul delegado. Debería ser azotado hasta que la ira de su divinidad quede en remanso sosiego…
Las mujeres que seguían ávidamente la respuesta del responsable local de Sanidad Animal quedaron perplejas y, con los ojos abiertos como platos, se lanzaban la pregunta de quién había entendido lo que tan “didácticamente” explicó el cónsul. Después de la lógica irritación inicial, doña Teresa expuso:
-Ha querido decir que recemos. Ha dicho desde tiempo inmemorial, ¿habéis oído?
-No, yo creo que lo que quiere decir es que los enterremos –aclaró Lourdes.
-Pues yo, sinceramente, no me he enterado de nada. ¿Tan difícil resulta decir que llamen a la policía, o que los entierren?, ¿para qué sirve toda la verborrea que le ha largado al periodista ante una pregunta muy concreta y hecha con toda la corrección del mundo? No tiene sentido. No puede ser que tengamos representantes tan absurdos. Ni el más temido de los tiranos de las siete colinas romanas hubiera contestado con ese desdén. ¡Qué hipócrita! Confunde el imperio de las siete colinas de Roma con el Estuario de las Siete Absolutas, ¿se piensa que somos súbditos o sus esclavos? y, el respeto por los animales ¿dónde queda en este señor?, ¿cómo se puede ser tan insensible?, ¡las personas sufren con las muertes de sus animales de compañía!, ¡será estúpido! –indignada, expuso Margarita.
Después de aquellos comentarios, el trío de exasperadas vecinas asomaron los ojos por la ventana. Las gentes de la ciudad que todavía gozaban de sus mascotas, hicieron un reguero solidario hasta la plaza del palacio del César. Toda la gente del pueblo, al escuchar al cónsul delegado de Sanidad Animal, pensó que tenían que acudir con los animales hasta aquel espacio y ofrecerlos en sacrificio al Sumo Pontífice. Ellas también decidieron unirse a esa expresión de duelo y consternación llevando entre sus brazos a las mascotas fallecidas.
Cuando llegaron al centro de la plaza, las gentes del lugar habían formado una gran torre humana e invitaron a que la presidiera Margarita que, vestida con un peplo de seda transparente, alcanzó con brío la cima de la atalaya de seres humanos, mientras los animales aún con vida los dejaron sobre el mármol del suelo proyectando un gran círculo de vida y esperanza bordeando aquella grandiosa manifestación de tristeza y solidaridad. Trolo, Mesalina y Úrculus quedaron arropados por un enorme manto de pedrería al pie del obelisco que coronaba la plaza de palacio.
Margarita dirigió los brazos al cielo e imploró:
¡Oh, gran cónsul de nuestro reino animal, invoco a tu ordenanza de policía de acuerdo con la disposición décimo tercera donde queda recogido el reglamento aprobado según criterios de la directiva vigésimo quinta de la ley del tropecientos treinta y pico en su artículo cuadragésimo que regula la actividad en su disposición transitoria de las finales del decreto, para que resucites a nuestros animales de compañía!
Pero aquello no sirvió de nada, sin embargo, la presión que ejercía aquella encadenada masa humana sobre la gravedad de la tierra provocó que los muros del embudo del Estuario de las Siete Absolutas zozobraran y entrara aire fresco en la ciudad llevándose el viciado por la monotonía y con él, al tirano prócer de la Sanidad Animal. Las mascotas fueron dignamente enterradas o incineradas entre todos los vecinos sin advertir lo que decía la indescifrable ordenanza.
Margarita despertó el veintiocho de agosto del año dos mil siete a eso de las siete de la mañana. La hora acostumbrada en los días de trabajo en la época estival. Cuando el minutero del reloj recorriera por completo de nuevo su circunferencia debería estar en su puesto laboral cumpliendo con la tarea que su empresa le tenía encomendada desde hacía algún tiempo. Los meses de bochorno eran para madrugar y acometer el trabajo de un tirón, suponía un esfuerzo pero tenía la compensación de la tarde libre. Cuando cerraba el sistema del ordenador a mediodía un goce de liberación acudía a los poros de su piel. Podía alargar la tertulia de las cañas en la barra del bar de costumbre sin la presión que le suponía tener que regresar por las tardes al despacho. Después de una amigable tertulia cuando concluía la información deportiva del telediario, relajadamente, a casa. Un fresco gazpacho o tal vez un pipirrana con tomate, pepino y cebolla del lugar bien aderezado con aceite de oliva, de segundo, un pescado, de postre melón o sandía, todo ello regado con el mejor de los blancos y frescos vinos que producen las importantes bodegas de la ciudad. Acto seguido, una reconfortante siesta al abrigo de los escándalos de los famosotes del momento y, al despertar, a disfrutar del paseo al atardecer por la húmeda ribera del río con su mejor amigo: “Trolo”, un perro de extraordinario valor e inigualable belleza y porte que le venía haciendo compañía durante los últimos cinco años. Trolo era un magnífico pastor belga que Claudio –el abuelo materno de Margarita- regaló a ésta después de que ella regresara de un viaje turístico por las antípodas de su lugar de origen conocido políticamente como “Estuario de las Siete Absolutas”.
Sin embargo, cuando Margarita despertó de su nacional y nutritiva siesta, no sentía las gratificantes cosquillas en las palmas de los pies. En verano, siempre fue Trolo quien ocupaba el lugar del despertador vespertino sustituyendo el metal por acompasados lengüetazos. Con su lengua juguetona y cariñoso hocico conseguía una sonrisa burlona de los labios de Margarita y una chispa mágica de complicidad de sus ojos negros. Bostezando y levantando los brazos alzó del sofá y marchó de inmediato a buscar a su mejor amigo.
-¡Trolo! ¡Trolo...! ¿Dónde te has metido, canalla?, ¿dónde está mi chiquitín? –Estas frases recitaba cariñosamente Margarita mientras caminaba distraídamente por el interior de su vivienda tratando de encontrar al pastor belga.
-¡Vamos no te escondas, Trolo, que nos vamos de paseo!, ¡por el río!, ¡como todas las tardes!, ¡venga!, ¿dónde te has metido?
Cuando Margarita observó que Trolo no se encontraba en la única pieza de la vivienda en la que ella intuía que podría estar –la cocina-, su corazón se alteró y su mente fue presa de un tormentoso pensamiento. A su cerebro acudió la posibilidad de que Trolo se hubiese marchado de casa. Aquella idea la martirizaba interiormente y examinó con brusquedad de nuevo todas las habitaciones del piso. Llegó al lavadero de la terraza y allí, tumbado, halló a Trolo. Muerto.
La joven se arrodilló, cogió a Trolo por la cabeza y sollozando trató de reanimar aquel cuerpo inerte, de corazón en paro. Le susurraba frases de ánimo, fidelidad y amor. Las lágrimas acudieron a los ojos y su mano alternaba la limpieza del semblante con la caricia perdida por el cuello de su mejor amigo. Los recuerdos afloraron a la memoria. Nunca había pensado que pudiera producirse la circunstancia de perder a Trolo de aquella forma tan callada e inesperada, a veces, imaginó que podría escaparse para siempre anhelando el regazo amoroso de una semejante, pero jamás contempló la muerte de Trolo. Nunca. Su mejor amigo despedía una imagen de evocadora ternura, con la boca a medio abrir, la lengua sonrosada descansando sobre la parte izquierda, los ojos, aún brillantes, buscando su último horizonte, el rabo ensortijando el muslo derecho…
Sin asimilar el fallecimiento de Trolo, Margarita telefoneó a Ricardo, un experimentado veterinario de la localidad y que en cierto modo era el responsable de vigilar la salud del pastor belga, empero, el número marcado por Margarita no ofrecía otra respuesta que el tono de línea ocupada a pesar de cinco intentos seguidos que realizó. Con los nervios a flor de piel salió del piso donde habitaba junto a Trolo y pulsó el timbre de la vivienda de Lourdes, la vecina de escalera, que de inmediato abrió la puerta portando sobre sus brazos a “Mesalina”, una presumida gatita de las denominadas siamesas. El poco aliento que le había quedado a Margarita marchó de su cuerpo al comprobar que el animal que Lourdes cubría con su regazo también estaba muerto. No pudo creer que la enemistad de la que hacían gala ambas mascotas terminase coincidiendo tan fatalmente. Lourdes dejó el cadáver de Mesalina en el canasto de mimbre donde la gatita pasaba las noches y escuchó con atención lo ocurrido con Trolo y que Margarita le narraba con palabras entrecortadas por la desesperación y la mala fortuna.
Lourdes agarró, de igual forma que antes hiciera Margarita, el teléfono y llamó al veterinario de Mesalina. Abdón sí que atendió su receptor, sin embargo, al veterinario de la mascota de Lourdes no le sorprendió nada de lo que su clienta, amargada, le comentaba. Abdón tenía noticias de otras muertes súbitas de mascotas en la ciudad, incluso la suya propia, Incitato, un majestuoso caballo de raza árabe y al que tenía tanto aprecio como lo tuvo Calígula con otro semental homónimo, estaba cadáver en las cuadras de su finca. No obstante, el veterinario no tenía respuesta para razonar lo que sucedía en el pueblo con los animales de compañía, todo se asemejaba a una virulenta pandemia animal inexplicable.
Doña Teresa, oyendo el jaleo que se traían las vecinas en el rellano, también salió de su vivienda, presa del pánico. Úrculus, un jilguero al que nunca le faltó de nada, dejó de cantar aquella tarde, lo portaba sobre su mano la buena mujer justificando la pena que inundaba su corazón. La adornada jaula donde habitaba Úrculus quedó desierta esa misma tarde.
Las tres mujeres, las dos jóvenes y la anciana Teresa sintieron la necesidad de apoyarse ante el problema común que se les planteó aquella tarde y decidieron cobijarse en el piso de Margarita. Doña Teresa no soltó a su alado Úrculus y Lourdes recogió del canasto a Mesalina y en la vivienda de Margarita quedaron sentadas en derredor del malogrado Trolo. Al rato comprobaron, cómo, un malestar general se sucedía por toda la ciudad. Oían llantos y percibían lamentos de todos los rincones. Casi todo el mundo había perdido a su animal de compañía esa misma tarde. Margarita se sosegó un instante después de beber un vaso de agua e hizo la pregunta de rigor:
-Y ahora, ¿qué hacemos?
-¿Cómo que qué hacemos? –contestaron al unísono doña Teresa y Lourdes a la pregunta de Margarita.
-Sí, ¿qué tenemos que hacer con nuestras mascotas?, aquí no pueden quedarse eternamente. Tendremos que pensar en alguna solución.
-Espera que consulte con mi veterinario. Haced lo mismo vosotras –propuso Lourdes al tiempo que marcaba el número de Abdón.
Después de varias intentonas, los veterinarios no atendieron las llamadas de las apenadas mujeres. Siempre tenían la línea ocupada. Al cabo de un instante de silencio, doña Teresa habló:
-Lo mandaré disecar. Quiero que me siga acompañando aunque ya no me cante. Vosotras tendrías que enterrar a vuestros animales.
-No, eso nunca. No toleraré que a mi Mesalina se la coman los gusanos. La incineraré y sus cenizas las guardaré en una urna –dijo con determinación Lourdes.
-No sé si eso es buena idea y además, ¿cómo piensas incinerar una gata muerta? –desolada por la ignorancia, respondió Margarita.
-No hables con ese desdén de mi pobre Mesalina, por favor.
-No quería ofender, Lourdes. Es que estoy muy alterada. Perdona.
-Pues los tendréis que echar al contenedor de basura, aquí no pueden quedarse esos dos bichos muertos –víctima de la desesperanza, conminó doña Teresa.
-En ningún caso, buena vecina. Mi Trolo no puede mezclarse con la inmundicia de los contenedores de las basuras. No, eso sí que no –rozando la locura, se dirigió Margarita a su anciana vecina.
-Pensemos, no nos enfademos ni nos alteremos. Eso no servirá para nada –propuso indulgentemente Lourdes a las compañeras de velatorio múltiple.
Margarita paseaba por el interior de la vivienda tratando de ordenar la mente ante el problema que la muerte de Trolo le había generado. Llegó al salón y encendió el televisor. Sintonizó un canal local y sorprendentemente, el responsable de Sanidad Animal estaba siendo entrevistado. Llamó de inmediato a sus compañeras y todas prestaron atención a lo que el aparato receptor reproducía. En un momento de la entrevista el periodista, al que desde control le pasaron una nota, hizo la siguiente pregunta al cónsul local:
-¿Qué tiene que hacer un ciudadano de Estuario de las Siete Absolutas si se muere su animal de compañía? –El cónsul delegado de Sanidad Animal, tomó aire, lo expulsó, su ojos se enrojecieron, su alargadas quijadas se tornaron amenazantes y contestó:
-¿Pero qué clase de pregunta es esa? ¿Cómo se puede ser tan insolente al efectuar una pregunta tan torpe como esa? Usted debe saber, aunque no me extraña que por su moral no lo sepa, usted debe saber, usted debería saber que desde tiempos inmemoriales, vamos desde toda la vida, desde que el mundo es mundo, todo el mundo sabe lo que usted tan irresponsablemente pregunta. La ordenanza de policía, de acuerdo con la disposición décimo tercera donde queda recogido el reglamento aprobado según criterios de la directiva vigésimo quinta de la ley del tropecientos treinta y pico en su artículo cuadragésimo que regula la actividad en su disposición transitoria de las finales del decreto, deja claro lo que todo ciudadano tiene que hacer ante esa eventualidad. ¡Vamos hombre!, ¡qué ignorancia! Otra pregunta, por favor –el periodista ante la respuesta del prócer local, alzó los brazos en señal de reverencia y rogando perdón, se postró de hinojos ante el cónsul y le dijo:
-Perdone mi atrevimiento, su altísimo cónsul delegado. Debería ser azotado hasta que la ira de su divinidad quede en remanso sosiego…
Las mujeres que seguían ávidamente la respuesta del responsable local de Sanidad Animal quedaron perplejas y, con los ojos abiertos como platos, se lanzaban la pregunta de quién había entendido lo que tan “didácticamente” explicó el cónsul. Después de la lógica irritación inicial, doña Teresa expuso:
-Ha querido decir que recemos. Ha dicho desde tiempo inmemorial, ¿habéis oído?
-No, yo creo que lo que quiere decir es que los enterremos –aclaró Lourdes.
-Pues yo, sinceramente, no me he enterado de nada. ¿Tan difícil resulta decir que llamen a la policía, o que los entierren?, ¿para qué sirve toda la verborrea que le ha largado al periodista ante una pregunta muy concreta y hecha con toda la corrección del mundo? No tiene sentido. No puede ser que tengamos representantes tan absurdos. Ni el más temido de los tiranos de las siete colinas romanas hubiera contestado con ese desdén. ¡Qué hipócrita! Confunde el imperio de las siete colinas de Roma con el Estuario de las Siete Absolutas, ¿se piensa que somos súbditos o sus esclavos? y, el respeto por los animales ¿dónde queda en este señor?, ¿cómo se puede ser tan insensible?, ¡las personas sufren con las muertes de sus animales de compañía!, ¡será estúpido! –indignada, expuso Margarita.
Después de aquellos comentarios, el trío de exasperadas vecinas asomaron los ojos por la ventana. Las gentes de la ciudad que todavía gozaban de sus mascotas, hicieron un reguero solidario hasta la plaza del palacio del César. Toda la gente del pueblo, al escuchar al cónsul delegado de Sanidad Animal, pensó que tenían que acudir con los animales hasta aquel espacio y ofrecerlos en sacrificio al Sumo Pontífice. Ellas también decidieron unirse a esa expresión de duelo y consternación llevando entre sus brazos a las mascotas fallecidas.
Cuando llegaron al centro de la plaza, las gentes del lugar habían formado una gran torre humana e invitaron a que la presidiera Margarita que, vestida con un peplo de seda transparente, alcanzó con brío la cima de la atalaya de seres humanos, mientras los animales aún con vida los dejaron sobre el mármol del suelo proyectando un gran círculo de vida y esperanza bordeando aquella grandiosa manifestación de tristeza y solidaridad. Trolo, Mesalina y Úrculus quedaron arropados por un enorme manto de pedrería al pie del obelisco que coronaba la plaza de palacio.
Margarita dirigió los brazos al cielo e imploró:
¡Oh, gran cónsul de nuestro reino animal, invoco a tu ordenanza de policía de acuerdo con la disposición décimo tercera donde queda recogido el reglamento aprobado según criterios de la directiva vigésimo quinta de la ley del tropecientos treinta y pico en su artículo cuadragésimo que regula la actividad en su disposición transitoria de las finales del decreto, para que resucites a nuestros animales de compañía!
Pero aquello no sirvió de nada, sin embargo, la presión que ejercía aquella encadenada masa humana sobre la gravedad de la tierra provocó que los muros del embudo del Estuario de las Siete Absolutas zozobraran y entrara aire fresco en la ciudad llevándose el viciado por la monotonía y con él, al tirano prócer de la Sanidad Animal. Las mascotas fueron dignamente enterradas o incineradas entre todos los vecinos sin advertir lo que decía la indescifrable ordenanza.
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