ENCUENTRO EN EL LAGO
No se trataba de la cara oscura de la Luna, ni de los embriagadores anillos brillantes de Saturno. Tampoco del segundo de nuestros planetas con nombre de mitológica diosa que cuando despertamos nos sorprende como lucero del alba era, sencillamente, una porción de tierra que imprime mágicas sensaciones al caminante lo que descubrió el enjuto y afable Alonso, a lomos de su ilustre jamelgo que antes fuera bello y bravo rocín, en uno de sus innumerables viajes por la extensa geografía de esta hermosa y variopinta piel de toro.
Asomó su legendaria perspectiva a lo largo de la cordillera, comprobó que era inmensa, verde, abrupta en algunos de sus anejos y caminos, verde de nuevo y otra vez verde, muy verde; ese color verde que señala esperanza y hace que los ultrasonidos se perciban diluidos en ricos matices y que los sentimientos ganen la partida al rincón del olvido. Ese verde que distribuye generosidad en el espíritu y frondosidad en la turgente y suave piel de la bella figura que adoramos en nuestros gozos oníricos. Aquel territorio era para explorarlo, gozarlo y vivirlo al tiempo. Nuestro Alonso que siempre salió airoso en todas sus incursiones en mares y territorios desconocidos, supo desde aquel instante que aquella naturaleza, aquella singular porción de bosque y montaña era para disfrutarla y lograr sincronizar, con un ser mágico, una noble e inolvidable aventura.
Considerando que los ojos le engañaban cuando confundió el color verde de la pradera con el azul celeste y que quizás estaría siendo víctima de alguna conjura de sus viles enemigos, decidió espolear vivamente a su jamelgo de largas patas, de frente cejuda y de angosto y noble pecho. El viejo alazán, habituado a la aventura fantástica, obedeció ilusionado a su preclaro jinete y gesticuló con estudiadas reverencias frente a los verdes y tiernos arbustos que, acariciándoles el lomo, les daban fresca bienvenida a tan nobles personajes.
Al finalizar el descenso encontró Alonso unas singulares cabañas revestidas de verde cuyos frondosos tejados hipnotizaron su percepción de la orientación y, entonces, fue el ilustre jamelgo quien, acompasadamente, condujo al caballero hasta los aledaños de un refrescante manantial donde se abría paso el nacimiento de un chorro de limpias y bravas aguas, bautizado por los hombres de aquellas escarpadas montañas como río Saliencia. El viejo rocín refrescó en aquel arroyo sus morros y dio un par de sacudidas de satisfacción a sus lomos, provocando con el natural movimiento la caída de Alonso que irrumpió con desmesura entre las piedras del acantilado. Su brillante yelmo se perdió entre el follaje y las ramas del bosque y, su imaginación flotó sobre el valle.
La corriente del río arrastró al intrépido viajero que dio de bruces con una silenciosa cueva que acogía en su vientre a un extenso lago azul de proporciones gigantescas. Alonso recobró la verticalidad y el asombro se aposentó sobre sus sienes, sus párpados se abrieron y sus ojos desnudos contemplaron a la más bella criatura que hubiera imaginado. Con paso decidido la criatura de cabellera exultante, poblada de bellos filamentos rubios y sedosos, vestida con suntuosa túnica, portando sobre sus finos dedos de su diestra una madeja de hilo de plata y oro, arribó a la altura de Alonso, quien sorprendido, expresó:
-Bella y noble criatura del valle, ¿quién eres?
-Soy la ninfa de los lagos, de las fuentes y de los ríos –respondió con grácil voz la criatura de blanca tez.
-¡Por mil diablos!, no enojes a mi sabiduría. Las ninfas solo quedan sobre los caminos de donde parte el sol. En el de la vieja Roma y en el de la mítica Grecia.
-Yo soy la Xana, la ninfa de estos lugares. Aquellas a las que nombras solo son sacerdotisas apresadas por el protocolo y las fiestas Vestales. Yo soy una ninfa libre.
-Si es como tu dulce voz me cuenta, haz un guiño para que crea en tu libertad –la Xana emitió un silbido y un caballo salió a su encuentro, ella lo montó y le dijo a Alonso, ¿quieres ver el mar?
-A eso vine, pero dime, ¿qué équido tan extraño es ése? –preguntó Alonso señalando con su mano al animal que apareció de la boca de la gruta.
-Es nuestro caballo, tan milenario como yo. Le llamamos asturcón, es valiente y noble, tanto como el que tú montas.
-Bien bella doncella, pues vayamos al mar, allende las montañas, ¡vamos rocín! –imploró por fin Alonso a su jamelgo.
La Xana y Alonso a lomos de sus caballos sortearon todo tipo de obstáculos para alcanzar la prometida vista de la mar. Descubrieron un concejo que la Xana denominó Cudillero y en las cercanías de un pueblo llamado Castañeras encontraron el bravo mar Cantábrico. Alonso no creía que pudiera existir aquella natural maravilla pero la Xana lo condujo hasta un sitio aún más precioso. Era una bonita playa, callada, azul y transparente.
-Entre estos acantilados se acoge un silencio digno de la meditación y hecho para la poesía, Xana. Ahora, sí creo en tu libertad.
-Mira bien aquellos islotes que nos abrigan y refugian, ¡que sensación de paz!, ¿verdad noble caminante? –señaló la Xana aspirando libremente la brisa marina que acariciaba sus graciosas fosas nasales.
-Dime, diosa Xana, ¿qué ave tan magnífica se aposenta sobre el acantilado?
-Es el cormorán moñudo, el rey de la Playa del Silencio –aclaró la exultante ninfa.
-Si es así, callemos. No debemos cometer sacrilegios en sitios sagrados, el remanso y la limpieza de estas nobles aguas debe perdurar para siempre. El encanto de este lugar has de protegerlo, bella Xana –sentenció Alonso.
-¡Así es caballero!, y, así será de por vida.
-Ahora, querida Xana, he de ir con rapidez a narrar a mi bella doncella lo que mis ojos han contemplado. He de marchar de regreso, pero dime una última cuestión, ¿qué parte de España le digo a mi amor que he explorado en este mítico viaje?
-Dile, viejo amigo, que has estado en Asturias, ni más ni menos.
-Así se lo haré llegar, ¡descuida! –respondió a modo de despedida Alonso.
-Y tú, ¿de dónde viniste afable caminante? –se interesó la Xana.
-¡De un lugar de La Mancha!, ¡de La Mancha, querida Xana!, ni más ni menos –confirmó el jinete del viejo jamelgo alzando el brazo y despidiendo a la ninfa.
No se trataba de la cara oscura de la Luna, ni de los embriagadores anillos brillantes de Saturno. Tampoco del segundo de nuestros planetas con nombre de mitológica diosa que cuando despertamos nos sorprende como lucero del alba era, sencillamente, una porción de tierra que imprime mágicas sensaciones al caminante lo que descubrió el enjuto y afable Alonso, a lomos de su ilustre jamelgo que antes fuera bello y bravo rocín, en uno de sus innumerables viajes por la extensa geografía de esta hermosa y variopinta piel de toro.
Asomó su legendaria perspectiva a lo largo de la cordillera, comprobó que era inmensa, verde, abrupta en algunos de sus anejos y caminos, verde de nuevo y otra vez verde, muy verde; ese color verde que señala esperanza y hace que los ultrasonidos se perciban diluidos en ricos matices y que los sentimientos ganen la partida al rincón del olvido. Ese verde que distribuye generosidad en el espíritu y frondosidad en la turgente y suave piel de la bella figura que adoramos en nuestros gozos oníricos. Aquel territorio era para explorarlo, gozarlo y vivirlo al tiempo. Nuestro Alonso que siempre salió airoso en todas sus incursiones en mares y territorios desconocidos, supo desde aquel instante que aquella naturaleza, aquella singular porción de bosque y montaña era para disfrutarla y lograr sincronizar, con un ser mágico, una noble e inolvidable aventura.
Considerando que los ojos le engañaban cuando confundió el color verde de la pradera con el azul celeste y que quizás estaría siendo víctima de alguna conjura de sus viles enemigos, decidió espolear vivamente a su jamelgo de largas patas, de frente cejuda y de angosto y noble pecho. El viejo alazán, habituado a la aventura fantástica, obedeció ilusionado a su preclaro jinete y gesticuló con estudiadas reverencias frente a los verdes y tiernos arbustos que, acariciándoles el lomo, les daban fresca bienvenida a tan nobles personajes.
Al finalizar el descenso encontró Alonso unas singulares cabañas revestidas de verde cuyos frondosos tejados hipnotizaron su percepción de la orientación y, entonces, fue el ilustre jamelgo quien, acompasadamente, condujo al caballero hasta los aledaños de un refrescante manantial donde se abría paso el nacimiento de un chorro de limpias y bravas aguas, bautizado por los hombres de aquellas escarpadas montañas como río Saliencia. El viejo rocín refrescó en aquel arroyo sus morros y dio un par de sacudidas de satisfacción a sus lomos, provocando con el natural movimiento la caída de Alonso que irrumpió con desmesura entre las piedras del acantilado. Su brillante yelmo se perdió entre el follaje y las ramas del bosque y, su imaginación flotó sobre el valle.
La corriente del río arrastró al intrépido viajero que dio de bruces con una silenciosa cueva que acogía en su vientre a un extenso lago azul de proporciones gigantescas. Alonso recobró la verticalidad y el asombro se aposentó sobre sus sienes, sus párpados se abrieron y sus ojos desnudos contemplaron a la más bella criatura que hubiera imaginado. Con paso decidido la criatura de cabellera exultante, poblada de bellos filamentos rubios y sedosos, vestida con suntuosa túnica, portando sobre sus finos dedos de su diestra una madeja de hilo de plata y oro, arribó a la altura de Alonso, quien sorprendido, expresó:
-Bella y noble criatura del valle, ¿quién eres?
-Soy la ninfa de los lagos, de las fuentes y de los ríos –respondió con grácil voz la criatura de blanca tez.
-¡Por mil diablos!, no enojes a mi sabiduría. Las ninfas solo quedan sobre los caminos de donde parte el sol. En el de la vieja Roma y en el de la mítica Grecia.
-Yo soy la Xana, la ninfa de estos lugares. Aquellas a las que nombras solo son sacerdotisas apresadas por el protocolo y las fiestas Vestales. Yo soy una ninfa libre.
-Si es como tu dulce voz me cuenta, haz un guiño para que crea en tu libertad –la Xana emitió un silbido y un caballo salió a su encuentro, ella lo montó y le dijo a Alonso, ¿quieres ver el mar?
-A eso vine, pero dime, ¿qué équido tan extraño es ése? –preguntó Alonso señalando con su mano al animal que apareció de la boca de la gruta.
-Es nuestro caballo, tan milenario como yo. Le llamamos asturcón, es valiente y noble, tanto como el que tú montas.
-Bien bella doncella, pues vayamos al mar, allende las montañas, ¡vamos rocín! –imploró por fin Alonso a su jamelgo.
La Xana y Alonso a lomos de sus caballos sortearon todo tipo de obstáculos para alcanzar la prometida vista de la mar. Descubrieron un concejo que la Xana denominó Cudillero y en las cercanías de un pueblo llamado Castañeras encontraron el bravo mar Cantábrico. Alonso no creía que pudiera existir aquella natural maravilla pero la Xana lo condujo hasta un sitio aún más precioso. Era una bonita playa, callada, azul y transparente.
-Entre estos acantilados se acoge un silencio digno de la meditación y hecho para la poesía, Xana. Ahora, sí creo en tu libertad.
-Mira bien aquellos islotes que nos abrigan y refugian, ¡que sensación de paz!, ¿verdad noble caminante? –señaló la Xana aspirando libremente la brisa marina que acariciaba sus graciosas fosas nasales.
-Dime, diosa Xana, ¿qué ave tan magnífica se aposenta sobre el acantilado?
-Es el cormorán moñudo, el rey de la Playa del Silencio –aclaró la exultante ninfa.
-Si es así, callemos. No debemos cometer sacrilegios en sitios sagrados, el remanso y la limpieza de estas nobles aguas debe perdurar para siempre. El encanto de este lugar has de protegerlo, bella Xana –sentenció Alonso.
-¡Así es caballero!, y, así será de por vida.
-Ahora, querida Xana, he de ir con rapidez a narrar a mi bella doncella lo que mis ojos han contemplado. He de marchar de regreso, pero dime una última cuestión, ¿qué parte de España le digo a mi amor que he explorado en este mítico viaje?
-Dile, viejo amigo, que has estado en Asturias, ni más ni menos.
-Así se lo haré llegar, ¡descuida! –respondió a modo de despedida Alonso.
-Y tú, ¿de dónde viniste afable caminante? –se interesó la Xana.
-¡De un lugar de La Mancha!, ¡de La Mancha, querida Xana!, ni más ni menos –confirmó el jinete del viejo jamelgo alzando el brazo y despidiendo a la ninfa.
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