lunes, 4 de febrero de 2008

ESE PUEBLO SAHARAUI, ¿HASTA CUÁNDO?

EPOZANíA

Amaneces, en un frío día de invierno al que el calendario le ha reservado el espacio del cuatro de enero. En el corazón de la llanura manchega piensas someramente en lo que te puede deparar una fecha como esa; no haces grandes cábalas ni intrigas a tu pensamiento con lo que puede representar un día colocado en medio de tanta festividad, exceso y liturgia.
Éboli apareció a las cinco de la tarde de esa fecha en una ciudad llamada de antiguo “Caserío del Río” en el segundo año bisiesto del tercer milenio de lo que aceptamos como Era Cristiana. Sin capital, sin empleo, sin norte, pero pretendiendo obtener digno refugio en su madre patria, como tantos otros lo conseguían cruzando el Atlántico. Éboli era más cercana, huía de la hambruna que instauró en su tierra el sátrapa amigo de los europeos y que mantenía lazos entrañables con monarcas y estadistas demócratas. Éboli era una niña saharaui, de la parte occidental de ese inmenso mar lleno de arena y de fosfatos y que la madre España, francamente abandonó cuando en la capital languidecía el color pardo y en su patria se levantó un frente acrónimo de esperanza, libertad e independencia.
Caminó erguida sintiéndose orgullosa de su ser, condición y origen por las calles y avenidas de “Caserío del Río” aquella tarde del cuarto día del año nuevo, explorando con sus ojos árabes los excesos de la Europa occidental y examinando con su corazón adolescente la alegría de las gentes de la ciudad que estaban sugestionadas con la Adoración del Niño Jesús que culminaría la tarde siguiente. Éboli quedó prendada de la libertad que se respiraba por todos los rincones de la ciudad. Habría soplado con su corazón para hacer llegar a su tierra, aquella fría pero sin embargo libre atmósfera, en clara correspondencia con la mirra, el oro e incienso que portaban los reyes de su perdido oriente. Éboli hubiera cambiado esos símbolos y riquezas sólo por una atmósfera limpia de represión, hambre y tortura como la que entonces inhalaba en La Seca.
La joven africana detuvo el cuerpo y la mente ocupando con la misma dignidad que caminó, el banco central de la plaza Mayor de la ciudad que estaba tratando de conquistar. Prestó atención a cómo era observada por los nativos del pueblo pero ella les respondió con gesto turístico occidental, con esos guiños y movimientos que caracterizan al hombre civilizado en sus incursiones al otro mundo, ese gesto que ignora a los indígenas de esos paraísos idealizados y en donde fotografía y filma una piedra mística o un salto de agua limpia y brava, pero esquiva mirar a los ojos de sus hermanos pobres. Éboli llevó sus ojos azabaches hasta lo alto del campanario de la iglesia y con fantasía libertaria pretendió ocupar por un instante el nido vacío de cigüeña y volar de continente en continente sin pasaporte ni consigna.
Al rato de aquella ilusión de libertad, recaló en el banco donde Éboli soñaba Romerito, un joven gitano granadino y comenzaron a charlar. Romerito descubrió la inocencia de la adolescente y como si de un manual de conducta se tratase le advirtió de lo que debían hacer para conseguir refugio aquella noche, aunque la saharaui, obstinada, trató de hacer valer la idea de que su embajada era superior. No quería el refugio de una noche, ni la protección de un día, tampoco la compasión de un verano, ni una piedad eterna, exigía, a veces con vehemencia, libertad e independencia; sin embargo, las dotes persuasivas del granadino consiguieron su objetivo. Éboli diría ante la policía local que era mayor de edad aunque para ello aun le faltasen dieciocho meses.
Con aquel trámite resuelto alcanzaron a pie el refugio que para transeúntes disponía la ciudad. La joven deseó descansar más que otra cosa pero antes quiso asear su cuerpo. Mientras la joven hacía uso de la alcachofa que vertía sobre su turgente piel agua vaporosa a presión, el granadino recorrió el paraje donde quedaba ubicado el refugio, en realidad un coso taurino. Romerito dio la vuelta por completo a la plaza y se quedó observando una leyenda sobre cerámica que decía:
“Dile a la luna que no venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena”
y, sonriendo y con los ojos puestos en el firmamento se dijo a sí mismo: “¡Qué grande eres, paisano, estás en todos sitios!”
Muy de mañana y aún con la escarcha dura sobre el terreno, la bocina del automóvil de la policía hizo llegar un nuevo día a Romerito y a Éboli. Tras despertarles, les abonaron la asignación económica que el municipio dedicaba para que los transeúntes dejaran el pueblo. Se trataba de un desahucio encubierto.
Mientras caminaban por la avenida con dirección a la estación, Romerito se interesó por el mal humor que pesaba sobre su compañera y ella explicó al joven andaluz que la policía le despertó de un bonito sueño, donde ella ejercía de embajadora en Naciones Unidas en representación de los apátridas y que logró que la industria farmacéutica se comprometiera a distribuir medicamentos gratis en el tercer mundo y que cuando iba a rubricar el acuerdo en Nueva York teniendo de testigo a toda la prensa mundial, sonó el claxon del vehículo celular.
Romerito animó con su singular forma de actuar el espíritu de la joven saharaui y la exhortó a pedir todo lo que quisiera, incluso ser la embajadora de apátridas en la ONU, que era Noche de Reyes y que podría disfrutar de aquello ya que su tren para la siguiente ciudad no partía hasta bien entrada la tarde. Así lo hicieron. Animados y jugando alcanzaron la zona de la ciudad donde se acometían los preparativos para la cabalgata de Reyes. Con sutil estrategia, el gitano se introdujo entre los bastidores de la carroza del primer rey. Éboli le imitó y se acurrucó entre los del rey Gaspar.
Felices y contentos, aunque escondidos, transitaban los transeúntes protegidos por los bastidores reales. Éboli, un tanto temerosa, sólo respondía con sonrisas a los gritos y aplausos de alegría de las gentes que, apostadas en las aceras, gozaban de aquella cabalgata, pero a la joven africana le picó la curiosidad al llegar a la avenida más concurrida y retirando la tela del bastidor fijó sus ojos en el ambiente y en el bullicio popular. Helado como la noche quedó su corazón al observar que se tiraban caramelos y golosinas desde su carroza al público. Éboli no entendió la situación, pensó en su infancia y recordó a los niños de su patria que carecían de todo y no comprendió ese despilfarro. Entonces lloró, lloró con rabia e impotencia. Cuando las lágrimas de los ojos de Éboli regaron sus mejillas e inundaron de pena su corazón ocurrió algo extraordinario: los caramelos y golosinas que lanzaban desde su carroza el rey Gaspar y sus acompañantes se convertían en oscuros trozos de carbón que ennegrecían los rostros de niños y los lujosos atavíos de sus mamás y se hizo el caos.
Las gentes del lugar se indignaron y arrojaron lemas contra los organizadores. Los ocupantes de la carroza saltaron de la misma provocando el desatino de los caballos que la conducían. Al actor que interpretaba al rey mago, un vecino altanero, le desprendió las barbas postizas y todo el mundo elogió la acción. Con la carroza vacía de majestades, querubines, pajes y titiriteros, un joven arrogante y cretino tiró de encendedor y prendió fuego a los telares y al cartón piedra. La policía y los servicios de emergencia quisieron intervenir pero la muchedumbre exaltada no lo permitió, aplaudiendo y vitoreando la acción del incendiario. El fuego crepitó entre bastidores, las llamas ahuyentaron al frío, las carcajadas y el paroxismo a la razón y a los diez minutos la carroza quedó reducida a cenizas y con ella el joven cuerpo de la adolescente de sueños diplomáticos.
El responsable de seguridad prometió una comisión de investigación. El alcalde decretó luto oficial y el pueblo redimió su acción viviendo la más triste de todas sus Epifanías.
Romerito, antes de marchar del pueblo para siempre, regresó hasta la cerámica de la plaza de toros y, con su propia sangre y a continuación de la del poeta puso esta inscripción:
“Lorca regresa. Éboli no se marcha
víctima de la soberbia. La luna
el circo, el pan también retornan
y aplauden sin pena entre las manos
la roja sangre, la hirviente sombra
de la niña sin mancha. Sáhara”.

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