sábado, 4 de abril de 2009

TELEGRAMAS II.- UN DÍA DE CAZA


II.-UN DÍA DE CAZA

El despertar de Isabella fue relamidamente exquisito. Su húmeda lengua rozaba una y otra vez sus delgados labios, sus lánguidos párpados no deseaban abrirse, sus iris no anhelaban ver la luz del día, su torso cubierto por un salto de cama de tul de seda transparente giró al tiempo que su cabeza hundía su nariz en la cómoda almohada de plumas de ganso. Isabella pretendía seguir soñando. Su cuerpo quería aprovechar aquella estancia en aquel enigmático, lejano y mágico país. Deseaba gozar de sus pasiones y pretendía recorrer aquella magnífica extensión de tierra al mismo tiempo. Sabía que tenía que ponerse en pie. Daniel no estaba en la suite, el desayuno sí. Una escueta nota manuscrita sobre el tocador de nogal decía: “Aprovecha el desayuno. Te he encargado ropas para que disfrutes de este exclusivo día conmigo. A las diez estaré en la cafetería de recepción. Te espero divina Isabella. Gracias por tu venida y por tu desbordante amor”.
Se acercó aún con la nota en la mano a la mesita que soportaba el desayuno. La colocó frente a sus ojos al tiempo que desde una jarra grande de cristal se sirvió un dulce zumo de naranja bastante saludable. ¿De qué ropas me habla mi encantador argentino? Isabella no veía por ninguna parte indumentaria alguna distinta de los vestidos que ella había traído en su equipaje. Las sorpresas le gustaban, pero la excitación por lo desconocido le sobrecogía. Saboreaba unos dulces. Repasó de nuevo la nota de su amante. Bebió agua mineral muy fría. Recorrió con sus aún soñolientos ojos la habitación en busca de las prendas de las que la nota hacía referencia. Con el cubierto racionaba un filete de jamón, mordisqueó el pan. La ropa no la llegó a encontrar. Disfrutaba de una fotografía que les hicieron en el restaurante la noche anterior. Con su dedo índice derecho acariciaba el fotogénico rostro de Daniel. Tomó café y dio por terminado el desayuno. Observó el reloj que marcaba las nueve y media, apenas tenía tiempo de pasar por la ducha y de arreglarse para continuar su grata estancia junto al estuario de La Plata.
Pasó a la cabina de la ducha. Abrió el grifo. El agua parecía emanar de un fresco manantial, realmente aquella suite estaba bien cuidada en los detalles y mejor equipada para el confort de sus clientes. Se acariciaba dulcemente los pechos mientras el agua los regaba y endurecía. Llamaron a la puerta. Isabella estaba muy entusiasmada con aquella angelical ducha. No percibió el ligero timbre de la puerta. Humedeció la esponja natural con un suave y espumoso gel que inundó toda su piel de unas excitantes burbujas que recorrían su esplendoroso cuerpo jugando entre sí. Abrieron la puerta de acceso a la habitación. Dejaron una fabulosa caja de cartón adornada por un enorme lazo de satén rojo y volvieron a cerrar la puerta.
En la bulliciosa capital federal de Argentina la mañana era soleada, una ligera brisa hacía mover los pequeños arbustos. La temperatura era muy agradable. Las lejanas y escasas nubes del cielo eran eclipsadas por las densas nubes oscuras que la actividad fabril generaba. Los ciudadanos bonaerenses respiraban preocupados por su destino socio-económico. La capital del Estado en verdad que había generado los más enérgicos sindicatos obreros por su enorme actividad mercantil que desembocaba en el puerto del río, pero no era capaz de organizar un sistema político estable e independiente del gran hermano del norte. Del voraz gigante estado del norte de América. Las iras sociales siempre miraban a los estados de Nueva Inglaterra. Los más críticos sabían que allí movían los hilos de su pecaminosa situación. Isabella era ajena a aquel entramado pero deseaba estar informada de lo que allí sucedía.
Salió del baño cubierta por un albornoz que secaba su piel. A la cabeza una enorme toalla de color blanco. Conectó el televisor y visionó un telediario de noticias locales. Sólo hacían referencia a la conflictividad social con la que se topó cuando el día anterior desembarcó en el aeropuerto de la capital del Estado. Anunciaron una rueda de prensa del ministro responsable a eso del mediodía. Isabella encendió un cigarrillo y, quitándose la toalla de la cabeza, descubrió la caja de cartón que instantes antes había depositado en la habitación uno de los conserjes del hotel. Deshizo el lazo que la cubría, la abrió y allí se encontraban debidamente colocadas y ordenadas las prendas de las que hablaba la nota de Daniel. Eran las diez menos diez de la mañana.
Muy bien había tomado Daniel sus medidas para que aquella indumentaria le sentara tan francamente bien al excelso cuerpo de Isabella, pero la despierta mente de ella no llegaba a alcanzar el motivo de tener que ir vestida de aquella forma. No era precisamente la ropa que ella se pondría para seguir viviendo aquel emocionante romance argentino. Se miró al espejo y realmente pensó que parecía más un guerrillero que una apasionada enamorada. No comprendía el destino que le depararía ir cubierta de aquel ropaje. Salió de la suite, cerró la puerta, alcanzó el ascensor. Eran las diez en punto de la mañana. Llegó a la cafetería del hotel y allí se encontraba el reflejo de su pasión. Daniel también vestía de igual forma. Besó por primera vez los labios de su amante aquella prometedora mañana.
La gran avenida en la que se ubicaba el Hotel Río de la Plata había sido tomada momentos antes de que Isabella bajara a la cafetería por una titánica manifestación de trabajadores del sector de la siderometalúrgica bonaerense. A la cabeza de la misma los líderes de estos trabajadores portaban una superlativa pancarta en la que se podía leer en letras mayúsculas junto a las siglas del potente sindicato: “LOS TRABAJADORES DEL METAL POR EL MANTENIMIENTO DE SUS PUESTOS DE TRABAJO”.
¡Tal como lo imaginaba! Sabía que portarías con verdadera magia el traje para ir de caza. ¿Cómo?, Sí, sí, querida Isabella, no te sorprendas. Hoy he preparado un gran día de caza que ambos disfrutaremos en la finca de un amigo mío. ¡Pero si yo jamás he matado un mosquito!, respondió con cierta sorpresa Isabella. Daniel la tranquilizó y tomándole la mano izquierda que se la llevó hasta sus carnosos y sensuales labios, besándola, la sacó de la cafetería camino de la puerta de acceso del hotel. Esperaron con cierto nerviosismo el paso de la manifestación. Algún manifestante les espetó duros insultos como huéspedes de aquel lujoso hotel. Tenían de alguna forma que identificar a los responsables del quebranto de sus empleos. Isabella no comprendía la situación y le sorprendió que su amante pareciera vivir con tanta holgura en medio de tanta miseria como estaba descubriendo en el país de la pampa. En la alacena de América del Sur. No obstante también pensó que ella se encontraba allí por otras razones y las quería vivir intensamente. No le importaba lo que su amante representara, solamente quería gozar de él y de su compañía.
Un lujoso y arrogante vehículo todo terreno les recogió de la puerta del hotel. Se hicieron a la autopista camino de la finca del amigo de Daniel. En la parte trasera del vehículo, ambos amantes se besaban con desbordante fogosidad y deseo; al tomar violentamente una primera curva, las varoniles manos de Daniel captaron por unos instantes los codiciados pechos de Isabella. La voz de Gardel en los bafles del vehículo completaba el fascinante ambiente de los enamorados.
Las neuronas de Isabella no eran capaces de situarla en el campo detrás de una escopeta. Pensaron por un momento recrear aquella situación. Los ojos y el pensamiento de Isabella no hilvanaban el futuro próximo. Su hombro derecho no se creía capaz de soportar el retroceso de la máquina de matar, tampoco el izquierdo. Cerró los ojos para imaginar la aventura que su amante le había propuesto. Sólo veía oscuros agujeros por los que su alma se precipitaba al vacío. Quedó por unos instantes inmóvil. Presa de los nervios, aspiraba como podía el viciado aire del cerrado vehículo. No quiso hacer comentario alguno con Daniel, deseaba en su interior poder estar a la altura de los acontecimientos y no decepcionar a su romántico anfitrión. El guía del todo terreno redujo la velocidad, accionó la luz intermitente derecha y tomó la segunda salida de la poblada autopista, atrás dejaron la populosa ciudad de Buenos Aires. Se adentraron por un ceñido camino rural por el que se producía un polvo bastante molesto e insalubre. El camino no se pensó para el tráfico rodado, siempre había sido cubierto desde los tiempos de la colonización de la ciudad por los romeros que allí culminaban su peregrinaje hasta la ermita de una prodigiosa virgen. Le ermita había pasado a ser del patrimonio de la finca al igual que la venerada imagen. La mente de Isabella se ubicó por unos instantes en los momentos vividos con su amante la noche anterior. Suspiró por aquel dichoso recuerdo y anheló repetir.
Al llegar a la finca del amigo de Daniel dejaron el automóvil, pasaron por una enorme cuadra donde descansaban unos hermosos caballos. Daniel eligió dos de ellos, les puso la silla de montar. Isabella jamás había subido en los lomos de un caballo, pero la idea empezaba a fascinarla. Su desbordante júbilo era observado a través del brillo de sus ojos. Daniel sabía galantear y confiaba en que la jornada de caza diera sus frutos. Ya tenía una pieza bajo sus dominios, sólo era cuestión de esperar el momento idóneo y apretar el gatillo. La ayudó a subir al caballo. Se acercaron galopando hasta una de las agraciadas lagunas de las que estaba dotada aquella magnífica heredad. No cogieron armas de fuego. Circunstancia que sorprendió a la neófita Isabella. El aire que se respiraba junto a la laguna era inmensamente saludable, nada tenía que ver con el de la gran metrópoli.
El caballo que montaba Daniel se detuvo junto a una cabaña construida con cañas y barro. Accedió el cabal amante de Isabella por una desvencijada puertecilla, al salir, sobre sus hombros dos hermosas aves sacudían sus vistosas alas. Un sorprendente ¡OH!... salió de los labios de la española. En realidad la caza quedó en una exhibición de cetrería.
El halcón se lo quedó Daniel. Sobre la mano de Isabella se posó un azor de plumas pardas y negras. Los lanzaron al cielo al unísono y su majestuoso vuelo despertó la curiosidad de Isabella que preguntó por todo tipo de detalles sobre aquella antigua actividad humana. Las aves fueron amaestradas por Daniel. Este detalle sorprendió gratamente a Isabella. Al rato regresaron con las capturas en sus garras. Las volvieron a soltar, mientras regresaron, los amantes se fundieron en un irresistible beso de recién enamorados.
El reloj de Daniel marcaba aproximadamente la hora de la comida. Planteó a Isabella acudir hasta la hacienda que existía en la parte oriental de la finca. Una vez allí un sublime cocinero de color les recibió gratamente. Era un joven muy habilidoso en la cocina y agradable en su aspecto y en su forma de comunicarse.
El metal del teléfono sonó, Beyazid que así se llamaba el criado del amigo de Daniel, pasó la llamada a éste. Después de un breve momento de atender el auricular, Daniel cambió sus atavíos de la cetrería por un aristocrático traje oscuro. Se tuvo que disculpar de su huésped. Un helicóptero le recogió de la finca. Un asunto urgente en la ciudad no podía esperar. Daniel era en realidad el presidente de la patronal de la siderometalúrgica.
Con cierta tristeza Isabella empezó a digerir aquella noticia al mismo tiempo que la apetitosa comida que Beyazid ponía cuidadosamente sobre el mantel. Le sirvió una copa de vino tinto para el asado de aves que aquella misma propiedad producía. Beyazid se retiró prudentemente. Isabella continuó masticando lentamente, su corazón había quedado un tanto abandonado por los conflictos sociales de la capital. Tal vez debió indagar sobre Daniel, preguntar por su actividad o profesión, pero la realidad era la que tenía y todo parecía indicar que Daniel tardaría en regresar. Egoístamente pensó que aún sería peor si Daniel hubiera tenido que estar en la manifestación. Ahora le venía a la mente las conversaciones que había tenido a través de la pantalla de su ordenador. En los tres años que frecuentaba el chat con Daniel nunca le había informado de sus responsabilidades. Su intuición femenina apuraba cada detalle de su relación con el hombre americano.
Después del postre preguntó a Beyazid por el baño. Éste le indicó gentilmente el camino proporcionándole al mismo tiempo unas prendas más cómodas para disfrutar de la estancia en aquella enorme hacienda. Beyazid era un hombre discreto, pero ya tenía cierto manejo en situaciones parecidas. No era ésta la primera vez que una conquista de su patrón o de los amigos de éste quedaba desamparada en la inmensidad del latifundio.
Isabella salió a pasear por el campo. Volvió por las cuadras y miró ensimismada a los caballos que ya se habían familiarizado con su grácil rostro. Se encontró con Beyazid que también se ocupaba de la comida de los animales. Las piernas de Beyazid estaban desnudas, lucía un ceñido pantalón corto que usaba para desarrollar aquellas tareas. Los ojos de Isabella contemplaron aquellas piernas con deseo. Brillaban con sus movimientos. Las veía fuertes, se imaginó poder tocar aquella piel de ébano. Beyazid pretendió alegrar la tarde de la invitada de Daniel, se acercó a ella y le propuso conocer más a fondo aquel cortijo argentino. La permisividad de la que disfrutaba por el talante de D. Roberto, propietario de la finca, daba pie a que Beyazid galanteara fácilmente con las chicas de moral distraída que frecuentaban aquellas instalaciones.
Daniel aterrizó en la azotea de un edificio público, el que albergaba las dependencias del Ministerio de Interior Argentino. Allí le esperaban los responsables del ministerio, los Jefes de los Sindicatos, sus guardaespaldas y el Ministro de Trabajo. Después de un hueco saludo, pasaron a una gran sala, en cuyo centro existía una mesa ovalada de grandes proporciones donde los peones de todos los responsables del conflicto social hacían su contradictorio trabajo.
Isabella era una gran amante. Había disfrutado con otros hombres en su tierra natal. Con todos ellos había conseguido una gran compenetración, armonía y libertad. Esas tres consideraciones siempre las tenía muy presentes en cualquier relación con los hombres, la última más que la primera. Si Isabella se enamoraba de un hombre, jamás le traicionada. Si un hombre le excitaba sexualmente lo gozaba. Sus amores siempre habían admitido esa posibilidad, sabían que era un privilegio disfrutar del amor de una mujer como ella. Una vez estuvo casada. Él fue el que no respetó el pacto del amor y el matrimonio tuvo que deshacerse. Sus ojos transitaban observando los anhelados muslos de Beyazid. Pensaba en la idea de humedecerlos con su lengua, de apretarlos con sus manos, de contrastar sus blancos dientes con su dura y tostada carne.
La manifestación se había concentrado en la Plaza de Mayo. Los desesperados trabajadores confiaban en que las propuestas de sus líderes fueran aceptadas por la patronal. Tenían que creer de forma manifiesta en alguna palabra. Si su fe en la solución se desvanecía, el caos recorrería todo el Estado. Las posturas en la negociación se encontraban enormemente separadas, absolutamente irreconciliables, tercamente enquistadas, artificialmente hostiles.
Perdona, ¿tu eres argentino?, preguntó Isabella a su compañero de establo. Si, claro que sí, señora. ¿Por qué la pregunta?, respondió Beyazid. No sé, supongo que por saber y por animar un poquito la conversación y así también la tarde. Había pensado instantes antes que por el color de tu piel no eras natural de este país. Continúo Isabella. Su interlocutor le respondió, aclarándole alguna de sus ingenuas preguntas: En mi país, estamos de muchas razas y orígenes. Es verdad que predominan los de piel blanca y de origen hispano e italiano. Mis ancestros según me ha contado alguna vez mi mamá, eran franceses y los de éstos a su vez no se muy bien de que parte del norte de África, musulmanes tengo entendido, pero en realidad mi familia está asentada en Argentina hace varias generaciones. Tutéame, por favor, le musitó una Isabella que comenzó a recobrar parte de la alegría perdida momentos antes con el vuelo del helicóptero.
Toda la nación pendiente de la reunión que se celebraba a puerta cerrada en las dependencias del ministerio del Interior. Las partes no negociaban, se miraban, callaban, amenazaban. Los trabajadores con continuar la huelga y extenderla a otros sectores. La patronal con el masivo despido de aquellos. El Gobierno con dictar un decreto que obligara a las partes. Los periodistas ávidos de novedades, hacían historia de la crisis en sus medios.
La tarde se apagaba, el Sol remitía a otras zonas del Planeta. Las temperaturas descendieron. Beyazid propuso a Isabella pasar al interior de la mansión, a otras zonas más confortables y cómodas. Un sí por favor se deslizó por los sensuales labios de Isabella, mirando fijamente y sin pestañear los ojos negros de Beyazid.
Un cómodo salón equipado con estilo muy funcional y hechicero recibió a los ojeadores de alazanes. En la parte septentrional una chimenea caldeaba el ambiente. Siéntate como en tu casa Isabella. ¿Tomas una copa? Dijo el sustito del anfitrión. ¿Puedo elegir algo caliente?, respondió la huésped. Beyazid pensó durante un instante y con una gestual sonrisa en los labios y dando un chasquido con los dedos de su mano derecha, dijo: te voy a preparar algo que te gustará, ya verás como algún día repites. El chico de color se retiró a la cocina. Isabella comenzó a instalarse cómoda y tranquilamente sobre uno de los sofás del confortable salón, Beyazid había dejado en funcionamiento el equipo de música con románticos boleros.
Puso agua en una tetera, la justa para dos tazas, añadió seis terrones de azúcar lo completó con dos cucharadas de té verde. Lo dejó hervir durante treinta minutos. Se fue mientras tanto a observar los movimientos de Isabella, que balanceaba su cabeza al son de los boleros. Su mente recordaba el brillo de los muslos de Beyazid.
Una llamada telefónica del embajador de la Casa Blanca, forzó el acuerdo. Los sindicatos desconvocaron la huelga. Daniel regresó en automóvil a la finca de la ermita.
Apagó el fuego y dentro de la tetera colocó cuatro hojas de menta, cerró con su tapa la vasija. Esperó medio minuto. Cogió de un tarro de frutos secos un puñado de piñones que colocó sobre un platito y se dirigió con todo al salón. Sirvió a Isabella el té a la menta. Encendió dos románticas velas, liberó de luz artificial aquella pieza de la casa. Ahora, calientito es como está bueno. Anda bebe, le dijo a la chica el criado.
La autopista sufría una retención importante, un desfondado Daniel ideaba el plan para darle la vuelta al acuerdo con los sindicatos. Pensaba que hubiera sido mejor opción regresar también en helicóptero y que tal vez ya estaría gozando de su conquista cybernética.
Isabella y Beyazid sorbieron el té, masticaban piñones, sus miradas coincidían. Isabella se tornó practicable. El afrodisíaco que preparó el descendiente de musulmanes comenzaba a dar sus frutos. Un erótico tango de súbito apareció por los bafles del reproductor de discos. Beyazid invitó a Isabella a bailar, ésta agradecida, aceptó la proposición. La mano izquierda del bailarín de color quedó imantada a la derecha de Isabella, la diestra en su atractiva cintura. Los motivos del baile eran salvajemente excitantes para ambos, el olfato de Isabella no se saturaba de los olores que la piel de Beyazid emitían, él suavemente, aspiraba los femeninos perfumes de la hembra en celo. En un trance del baile, Isabella alzó su pierna izquierda que Beyazid condujo y enredó entre su cuerpo, al soltarse, Isabella perdió la prenda que cubría su torso, sus exultantes pechos quedaron semidesnudos, los pezones apretaban las copas del sujetador, los movimientos de la danza se hacían cada vez más rápidos y provocativos. La camisa de Beyazid liberó sus ojales de los botones que la unían, un pecho masculino, de piel negra y suave pudo pellizcar un pequeño instante Isabella, el roce con aquella piel, inundó la mente de Isabella de todas las situaciones posibles de desenfreno y locura. La cera de las velas se iba consumiendo con la lujuria de los protagonistas de aquel incesante y encarnizado baile.
Isabella y Beyazid ya no seguían el ritmo del tango, seguían el palpitar de su encendida y loca pasión, sus ardientes bocas hicieron coincidir sus labios y lenguas, se chupaban las lenguas que parecían estar en una rueda de placer arremolinado. Sus brazos atraparon fuertemente sus cuerpos, el sudor corría por sus espaldas, por fin Isabella tenía entre sus dedos los fuertes muslos del criado, él con ambas manos sujetaba las bien formadas nalgas de la mujer. Se despojaron de todas sus prendas con velocidad de record. Isabella estuvo a punto de perder la cabeza al encontrarse con aquel hombre, al toparse con aquella maravilla de la Naturaleza. Agradeció en su interior al Supremo Hacedor, haber creado la raza negra para el goce en la sexualidad. Apenas podía creer que existiera un hombre con aquella dotación. No lo resistió, se arrodilló ante aquella máquina de placer tan digna de ser besada..., acariciada..., tragada ..., jugaba con ella, metía su lengua entre el agujerito del reluciente glande, sus manos recorrían sus muslos, agasajaban sus duras y vivas nalgas, relamía aquella armada entrepierna una y otra vez, Beyazid acariciaba con suavidad los cabellos que ardían sobre la cabeza de Isabella, ella no dejaba de obtener el placer de aquella felación, con ira y desesperación se quejaba de la escasa cavidad bucal de la que disponía. No podía engullir todo aquel extraordinario alimento. Respiraba y decía: sí, sí, sa, sí. Asemejaba a una abeja sorbiendo la dulce miel. No pudo más, con las piernas abiertas se tiró sobre el sofá. La punta de la joya de Beyazid la penetró ferozmente. La cavidad sexual de Isabella esta vez si se tragó toda la tranca del negro amante. Ella dio un gran grito de placer que simulaba el feliz canto de un ganso sobre la tranquila ribera de un estanque. El seguía presionando con una fuerza inusitada sobre los labios de la entrepierna de Isabella. El dolor apreciado al principio encendió la dicha en las mejillas de Isabella. Se tumbaron sobre la alfombra que cubría el parquet. De la fuerza inicial pasaron a la relajación. Sentado Beyazid sobre un cojín colocó a Isabella sobre él y acariciándole los senos copulaban con movimientos suaves y rítmicos. Ella emitía cálidos gemidos cuando generaba los continuos orgasmos. En la conjunción que parecía reflejar el eclipse de Sol, Beyazid inundó las entrañas de Isabella con su ardoroso néctar pasional.
Daniel tardaría en salir del embotellamiento. Isabella agradeció la jornada de caza, se había cobrado la mejor pieza.

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