martes, 30 de marzo de 2010

EL REGIDOR Y LA CAMARERA

EL REGIDOR Y LA CAMARERA
(I.- EL RÍO)

Había llovido mucho, demasiado según los ribereños, como nunca, según los ancianos del lugar. Hubo, incluso, tormentas despiadadas y también nevó copiosamente.
A primera hora de la tarde, era el mes de diciembre, el agua y la ventisca cedieron el protagonismo a unos tibios rayos de sol. Eran las cuatro de la tarde cuando un vehículo con tonalidades del cuerpo diplomático y modelo de letra griega se detuvo frente a la puerta acristalada de la cafetería. El ocupante de traje solemne y de mirada soberbia abrió la puerta, bajó del automóvil, dio dos pasos y en el zaguán de entrada se restregó el agua de la suela de su calzado charolado. El coche continuó calle abajo.
El hombre de traje solemne, al cruzar el umbral de la puerta, levantó y agachó el mentón con brusquedad, advirtiendo su presencia y a modo de única señal de saludo. Sin más dilación, marchó erguido escaleras arriba.
Minerva, la camarera, no se sorprendió de la conducta del señor que subió tan apresuradamente a la planta superior de la cafetería. Se diría que lo esperaba, y que esperaba una conducta semejante. Lo que Minerva no comprendió del todo fue que aquel caballero llegase en solitario, tan temprano, casi con los postres en la boca y, lo más significativo, con un portafolios bajo el brazo. Siempre lucía el traje sin objeto que eclipsara su posición en la ciudad. La más alta. Siempre acudía a última hora de la tarde o a la primera de la madrugada y siempre accedía con guardaespaldas y siempre venerado por almas vacuas y difusas.
La camarera estaba al corriente de los últimos sucesos acaecidos en la localidad, de la que el hombre de traje solemne era el amo y señor. Minerva interiorizó resignadamente que el primer servicio que tendría que atender aquella tarde le sería exigido, no solicitado. Suspiró, guardó el bloc y el bolígrafo en el bolsillo de la camisa, se llevó las manos por los muslos, por encima de la minifalda y, con decisión, trepó con la animosidad de su joven corazón, los escalones que le separaban del cliente por excelencia.
—Buenas tar… —Minerva no acabó el saludo al serle secuestrado por la exigencia del señor del traje solemne.
—¡Un ron con coca-cola! —lanzó un mandamiento, dictó un decreto sin levantar la vista de sus papeles.
—¿Matusalén?
—¿Tú, también?, ¿qué es esto?, ¿me estás diciendo que soy viejo, qué estoy acabado? —alzó la vista y disparó centellas a su interlocutora al tiempo que escupía aquellas preguntas, inquisidor, retador.
—¡Oh!, no. En ningún caso. Ya sabe que los licores ganan con el tiempo. Me refería a la marca del ron. Sólo era eso, señor Regidor.
—No están las cosas para experimentos. El de siempre —concluyó imperativo.
Minerva tomó nota, giró el cuerpo y se marchó a por la consumición que le había exigido el señor de traje solemne, éste espió su caminar con ojos incontinentes. Cuando la camarera desapareció, descendiendo por la escalera, continuó mirando los papeles que había llevado hasta allí.
La camarera regresó con todo sobre una limpia bandeja de hojalata, puso sobre la mesa un posavasos, y sobre él, un vaso de fino cristal y boca ancha. Al tiempo pudo leer parte del documento sobre el que trabajaba el señor Regidor. Le parecía increíble aquella forma de gobernar, se le antojaba un dislate aquella ridícula venganza del hombre de traje solemne sobre sus súbditos. Vertió en el interior del vaso unos cubitos de hielo, arrojó el ron, añadió la mitad de la botella de coca-cola. Recogió el portafolios, lo llevó a sus pechos y lo aprehendió con sus brazos.
—¿Se puede saber, qué haces? —preguntó irritado e iracundo el señor Regidor.
—Este lugar es para relajarse. Para el trabajo, mejor el despacho.
—No puedo hacer eso. No tengo a nadie. Todos se han ido, todos me han abandonado. Todos se han sublevado y… te juro que no escaparán fácilmente. Mi sombra, allá donde se encuentren, los atrapará y los castigará.
—Perdone, señor Regidor, pero no puedo creer que vaya a subir los arbitrios en la proporción que dice el papel que tiene sobre la mesa. Perdone mi atrevimiento y mi ignorancia, pero no lo encuentro razonable. En fin, es una opinión. La gente no le perdonará esto.
—Lo que es imperdonable es que el pueblo se haya sublevado contra el Regidor de toda la vida. Eso es lo que no tiene perdón. ¡Devuélveme los papeles!
—Puede ocurrir que al pueblo le suceda lo que al río.
—No te entiendo, niña. ¡Devuélveme los papeles! Estos decretos tienen que ser publicados de inmediato.
—Quiero contarle una historia sobre un río, después le devolveré sus papeles.
—¿Qué historia?, no estoy para cuentos.
Entonces Minerva, tomó asiento frente al señor Regidor y éste quedó ensimismado contemplando las medias de rejilla que cubrían los delicados, bellos y sensuales muslos de la camarera.
—Le cuento la historia del río y después le devuelvo los papeles. Un gobernador tiene a veces que hacer pactos, ¿de acuerdo?, ¿qué le parece?
El señor de traje solemne asintió con un gesto. Su mente estaba en la diminuta tela que cubría la parte más deseada del cuerpo de Minerva. Ésta empezó con su relato.

“Una noche, mientras trataba de conciliar el sueño, oí la conversación que se traían mis padres. Yo entonces contaba con seis años y mi cabeza era muy permeable a cualquier fantasía. Siempre soñaba con seres mágicos y con animales extraños que echaban fuego por la boca y que volaban sin tener alas, y aquello que le relataba mi madre a mi padre empezó a interesarme. Era la historia de un dócil río”.
El Regidor, ante la obstinada actitud de la camarera, acostó la espalda sobre el respaldo del sillón, trasegó con el vaso del ron, encendió un cigarrillo y quedó expectante ante la narración de la chica de la minifalda plisada.
“Mi madre decía que en la antigüedad, el río que transitaba tranquilo, limpio y agradable por su pueblo fue descubierto por un guerrero insaciable, agresivo, avaro y egocéntrico. El río era fuente de vida y luminosidad. Por sus aguas corrían peces y los habitantes del poblado pescaban los que necesitan y los demás seguían la corriente de la vida y del río. Nunca les faltó una trucha que echarse a la boca. Del río se servían para cultivar sus hortalizas y frutales y siempre les sobraba agua para que el río siguiera su curso con vida. Los jóvenes del lugar gozaban con el nadar de un recodo a otro, se divertían en nobles competiciones sobre piraguas y se enamoraban mirándose entregadamente, tendidos sobre la verde y fresca ribera del mismo, hasta que llegó el nefasto guerrero, que se apropió del río y de sus recursos.
Una noche a la luz de una intrigante luna con cerco de mal agüero, el guerrero salió de su tienda y ordenó a sus esbirros que alzaran un acueducto desde el río hasta un gran palacio que iba a construir y así lo hicieron sin rechistar. Cuando el palacio ya estaba finalmente levantado y el agua del río llegó hasta él por el acueducto, tal era el trajín de fiestas y bacanales que allí se celebraban que las miserias humanas allí generadas producían unos olores y una insalubridad comparable a las peores de las epidemias conocidas en el poblado hasta entonces y a consecuencia de aquello, la favorita del guerrero, una bella joven de tez morena, de cabellos interminables y sedosos, de grandes ojos negros y de corazón prisionero, enfermó y murió. Sus padres lloraron durante otras tres lunas más, implorando piedad al gran guerrero, pero éste, iracundo, los envió para el resto de sus días a la más de las oscuras y frías mazmorras del palacio, culminando así el secuestro de aquella humilde familia del poblado al que decía proteger. Sin embargo, aquello no acabó ni con las bacanales ni con los malos olores y murieron otras tres jóvenes féminas.
Envalentonado el osado guerrero, un amanecer de tenue luz de color pardusco mandó a sus sicarios construir unas cloacas desde palacio hasta la ribera del río, para que las inmundicias de sus orgías y excesos se diluyeran en el agua y se las llevase la corriente, y así lo hicieron.
Una triste mañana de otoño, después de comprobar que el poblado no rendía tributos al guerrero por la mala cosecha que había obtenido aquella temporada, el secretario encargado del tesoro del guerrero le propuso que una fuente de ingresos para palacio sería conducir las aguas del río por cañerías hasta las cabañas de los habitantes del poblado y canalizar otra tubería común con las porquerías de regreso al río. Así lo mandó hacer el guerrero y el canon que cobraba a los vecinos hizo crecer su tesoro, tanto, que construyó otro palacio mayor.
El secretario que tenía el guerrero para conseguir saciar su debilidad, le informó que en el poblado de donde le traían la carne fresca de la lujuria, había una epidemia y que debería de desistir de aquello por un tiempo, pero el impetuoso y cruel guerrero no se arredró por aquella noticia. Convocó en palacio al arquitecto y al secretario de finanzas y les ordenó, al primero, que sobre el río construyera un gran puente para ir hasta el pueblo del sur para abastecer al palacio de aquellas piezas de piel tersa, joven y fresca que deleitaban sus instintos más primitivos y, al segundo, que dispusiera lo necesario para imponer un tributo a todo aquel que cruzara el río por el puente, y así lo hicieron.
Y el río soportó el puente, y obedeció para que sus aguas transitaran por el poblado del guerrero y el río se aguantó con las inmundicias que le arrojaban, pero los barbos y las truchas, no. Murieron lenta y penosamente. Asfixiados por el lodo de las basuras humanas.
Con el puente, el poblado del guerrero empezó a comerciar con los productos que vendía en otros lugares y el guerrero aumentaba su tesoro gracias a todo aquello.
Un atardecer, el secretario que tenía el guerrero para ingenios e inventos le informó que si construían un molino podían moler el trigo y vender la harina con muchísima más ganancia que lo hacía hasta entonces. El guerrero, sin otra meditación que la de obtener riquezas, mandó hacer el molino y llevar hasta aquél un ramal artificial del río. Así lo hicieron, y el guerrero mandó levantar un templo para que la gente del poblado fuera hasta allí a rendirle pleitesía y gratitud por todo lo que estaba haciendo por ellos. Avanzaban económicamente, generaban riqueza ahogándose en sus propias miserias.
Sin embargo, una primavera fue muy cicatera en lluvias, el caudal del río bajó muy considerablemente, tanto, que los habitantes se encomendaron a su gran guerrero, dentro del templo que mandó construir y el astuto guerrero les ofreció la solución a sus males y les exhortó, previo pago del canon oportuno, que picaran en la tierra, que el agua estaba debajo de ellos y, así lo hicieron. Tantos pozos hicieron que el río casi llegó a secarse por completo a su paso por el poblado del guerrero.
Ante tal circunstancia, el secretario del guerrero encargado de inventos e ingenios le propuso que en el alto del río, a unas millas del poblado, donde el río nacía, se podía construir una presa para no perder el agua que hasta allí llegaba, y así lo hicieron.
Y con la presa llegó también un sistema para eliminar las inmundicias y aquello gravó las economías de los habitantes del poblado y el río soportó que su cauce se agrietara y no llevase agua ni peces, y el río obedeció para ser desviado a los molinos, que con el tiempo llegaron a ser más de un centenar y el río conservó la calma con los yugos de los puentes que fueron más de veinte y acató con sufrimiento que le secuestraran su fruto nada más parirlo.
Y como por el río apenas corría agua, el gran guerrero otorgó licencias, previo pago del canon correspondiente, para que los vecinos edificaran sobre la ribera y el río también soportó, sobre su vientre, los mazacotes de los cimientos de aquellas edificaciones intrusas.
Un verano sofocante, el río empezó a notar el calor del fuego en su entorno, sus afluentes subterráneos, sus hijos ocultos, comenzaron a arder por falta de agua. Entonces, el río pidió socorro, pero el gran guerrero se lo negó. Con sus aljibes y su pantano satisfaciendo sus necesidades, no le prestó atención al aullido de socorro de las piedras del dócil río y no escuchó a las secas ramas de los árboles de su ribera que, emitiendo lamentables crujidos, caían una tras otra al áspero cauce del dócil río.
Y la canícula, el calor incandescente, las brisas ardientes de aquel verano persistían cada día que al río le amanecía. Sus hijos ocultos morían asfixiados por el fuego de la turba subterránea y el dócil río lloraba su desgracia con lágrimas de polvo y el gran guerrero continuaba con sus tramoyas sin mirar al elemento que le convirtió en el centro de las gentes del poblado.
Sin embargo, el dócil río de aguas trasparentes y tranquilas de antiguo, tenía amigos y compañeros entrañables. El aire se tornó en viento, en un viento que silbaba el término socorro de forma veloz y huracanada y al atardecer llegó hasta la cima más alta de la sierra cercana, que de noche convirtió el viento en tornado que a velocidad meteórica y con sonido intimidatorio llegó hasta una luna cornuda y valiente que emitió destellos desgarradores hasta la suprema estrella solar.
El Sol entendió el mensaje que le llegó desde aquella ignorada parte de uno de sus hijos predilectos. Comprendió que en el Planeta Azul, una de sus criaturas estaba en peligro y desde su cuartel general organizó el rescate del callado, sufrido y dócil río, atenazado, exprimido y despreciado por el gran guerrero del poblado.
La Luna, lugarteniente del astro, ordenó las nubes que andaban desorientadas. Las colocó en fila india por encima del dócil río, y mandó al viento que mientras las nubes llorasen encima del río, abanicase con frialdad el fruto de aquéllas y sobre el río y sus alrededores, comenzó a nevar copiosamente.
La nieve fue recibida con regocijo por los habitantes del poblado y el guerrero mandó celebrar tal acontecimiento dentro de su templo. El pueblo acudió con ofrendas, plegarias y salmodiando al gran guerrero por haber traído el blanco elemento que se filtró entre las áridas tierras de sus campos.
El gran guerrero, considerándose el artífice de aquel regalo del cielo, ordenó a su tesorero que se tomara razón de la nieve que cubría los campos del lugar para girar un tributo especial a los campesinos por el beneficio que aquello generaría en sus tierras y cultivos, y así lo hicieron.
Cuando, al tercer día de la nevada, los campos quedaron despejados de ese manto inmaculado, el gran guerrero salió de sus aposentos a recorrer todos sus dominios por la ribera del río.
Cuando el gran guerrero del poblado sentía, al caminar, el éxtasis profundo por todos sus logros conseguidos a costa del dócil río, apreció a su espalda el crujido del trueno y a sus ojos acudieron rayos atroces que bajaban del cielo al son de un ritmo salvaje y cavernario, su cabeza fue golpeada por el aleteo de un viento acelerado e invisible, sus pies se hundieron en el barro y los relámpagos, con su juego de luces, le hicieron empequeñecer como a un ratoncito perseguido por un felino.
Las nubes parieron de nuevo. En esta ocasión no eran tiernos copos lo que arrojaban sobre el dócil río, eran impetuosos chorros de agua. No eran dulces gotas de agua, eran mares de agua lo que corría por el cielo hasta el cauce del dócil río del poblado. De repente, por el río del poblado empezó a correr agua. El agua hacía cabriolas dentro del cauce y a su paso por debajo de los puentes se envalentonaba y se rompía hacia arriba generando fuertes olas de vida y de revolución. El dócil río empezó una protesta sin guión, una protesta sin mordaza, una revolución, al fin, contra lo establecido por el gran guerrero.
La recobrada fuerza del río, tumbó las edificaciones de su ribera, le liberó del yugo de los puentes sobre sus costados, derribó los molinos, inundó las cabañas, reventó las paredes del templo y diluyó los cascotes de los palacios del guerrero supremo.
Las nubes seguían arrojando con fuerza agua y más agua sobre el dócil río, y el gran guerrero, anclado en el barro, pidió auxilio pero las gentes del poblado, asustadas y acobardas se quedaron inmóviles como estatuas. Nadie quería méritos ni medallas y el río seguía alimentando su cauce y las olas jugaban unas con otras, se besaban fugazmente al tiempo que copulaban en aquella orgía natural y electrizante, mientras el gran guerrero se sentía cada vez más pequeño y más indefenso. Miserable.
El agua se acumuló dentro del pantano, la presa no pudo contenerla y también reventó. Saltó por los aires. El dócil río, con su título de propiedad por delante, fue recuperando todo lo que siempre fue suyo.
El gran guerrero fue arrastrado por las bravas aguas del dócil río hasta los recónditos recodos de la humildad y allí permaneció para siempre abastecido de todo lo que necesitaba para vivir por las olas de la mesura; por las olas de la suficiencia; por las olas de la sabiduría; por las olas de la equidad; por las olas de la naturaleza del dócil y humilde río”.
Acabado el cuento, Minerva se levantó y retuvo sobre su pecho el portafolios del señor del traje solemne. Hizo ademán de marcharse, sin embargo, el señor Regidor, intrigado por el cuento de la camarera, le hizo la siguiente pregunta:
—¿Cuál es el río del cuento de tu madre?
—El nuestro, nuestro río, señor Regidor.
—Entonces, ¿quién es el guerrero del cuento?
—Siempre supe que teníamos un Regidor inteligente. Desde el cuento han pasado muchos guerreros por el río, señor Regidor.
Seguidamente, el Regidor atendió a una llamada del teléfono móvil y se marchó de la cafetería con presteza y olvidando los documentos y el portafolios, mirando hacia el cielo cuando alcanzó la puerta acristalada.

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